Por Carolina Elwart
Alejandro Frias es mucho más que un escritor, abre el juego y la gestión cultural, las ediciones, presentaciones de libros y charlas en cualquier bar: son su lugar en el mundo. Charlar con él es hablar de todo y con todos. En su conversación los escritores y escritoras que ha leído y releído se escapan en cada frase que han puesto en un libro. Habla rápido y en ese continuo devenir una se encuentra a veces riendo a carcajadas y otras un poco seria, hasta que su gesto de tocar el brazo te saca del encantamiento de su historia dentro de otra historia. La vida es una historia continua de cosas buenas, malas, pasables y otras dignas de ser contadas. Alejandro sabe tejerlas en conversaciones, en hilos largos que enfrían el café pero entibian el asiento para tener un par de horas más para hablar con él.
«Sin dejar de corretear por las calles ni de jugar a la pelota ni de andar en bici, siempre fui un poco ñoño, así que de chiquito pasaba horas encerrado leyendo (especialmente las siestas, obligadas por estas tierras). Aventuras, policiales, humor… Lo que caía a mi mano lo leía. Pero a los 12 años se me ocurrió abrir un libro de un tal Albert Camus y leer esa novela titulada ‘El extranjero’. Cuando terminé de leer la última oración, esa en la que el protagonista desea que haya mucha gente en el día de su ejecución y que lo odien, sentí una suerte de necesidad, algo que me atravesó y me hizo pensar que yo también quería contar historias que conmovieran así. Creo que ese fue el origen, o al menos una parte del origen de mi necesidad de escribir».
Con ustedes un cuento inédito para la Revista Km0 y nuestro humilde espacio de Calle Literatura.
Con la grieta de Luthor
El oscurecimiento total de la sala y las animaciones de presentación de los estudios cinematográficos y de DC prepararon el ambiente para que cuando la leyenda introductoria y luego la voz en off de Jor-El se escucharan, casi todos los niños que colmaban el lugar estuvieran en silencio. Por eso, los primeros bronces sonaron ante un auditorio expectante y mudo, esos bronces que probablemente John Williams pensara como ambientación de lo que vendría casi de inmediato, como espacio para que el oído se sintiese atraído, dulcemente atraído hacia la explosión de cuerdas y percusión que segundos después erizarán la piel.
Fue en ese momento, en el de la explosión de la orquesta entera y ante la figura que recuerda un diamante con la gran S en el centro, que mi padre me tomó repentinamente la mano derecha y la apretó levemente.
Asustado, giré la cabeza, y las luces azules y rojas reflejadas en su rostro me permitieron ver la sonrisa dibujada en su cara. Estaba extasiado, su actitud no era distinta a la de cualquiera de las personitas de menos de doce años que nos rodeaban. Miraba la pantalla como si de allí fuese a salir realmente un hombre volando. La espalda erecta, apoyada contra el respaldo de la butaca. La mano derecha sosteniendo el balde de pochoclo que compré para que comiéramos los dos. La mano izquierda ahora apoyada sobre mi mano derecha, ya sin presionar, y luego elevándose lentamente, por la edad, por el éxtasis, por no interrumpir la magia, por lo que fuera, elevándose lentamente para tomar un par de pochoclos y llevarlos a la boca.
Volví la vista a la pantalla.
Lex Luthor ya estaba haciendo de las suyas desde el comienzo de la película. Lento, al tanteo, si desviar la mirada de la pantalla, metí la mano en el balde para sacar un poco de pochoclo. Algunos cayeron sobre la campera de mi viejo, que él había acomodado en su regazo. Lo miré de nuevo, pero creo que ni siquiera había notado mi mano pasando justo delante de sus ojos. Abrazaba el balde de pochoclo apoyado en la campera.
Una voz aguda, de alguien de no más de seis años, preguntó quién era ese cuando Lex Luthor se quitó la peluca que hasta ese momento había llevado puesta y que ahora arrojaba a la cabeza de una niña cuyo grito de terror servía para cambiar radicalmente la escena.
Es el malo, le respondió una voz masculina de adulto, probablemente el padre. Miré a mi viejo de nuevo, pero él no había escuchado el diálogo que venía de las butacas de atrás. O sí, vaya a saber, y tal vez lo obvió. Sólo miraba la pantalla, los ojos abiertos al máximo, una sonrisa delataba su complicidad con el pelado archienemigo de Súperman.
Mi papá siempre habló bien de Lex Luthor. Aunque los planes de este calvo incluyeran matar a media humanidad, mi viejo siempre lo justificó. Imaginate, me dijo la primera vez que vimos Superman Returns, en su casa, en la televisión, gracias a un DVD trucho que compré a un vendedor ambulante, imaginate, dijo, que se trata de un humano, un terrícola, un tipo criado en un sistema capitalista en el que sólo aprendió a consumir, y viene este pelotudo de Superman y no lo deja consumir, claro, pero dónde estaba Superman cuando los yanquis tiraron la bomba o cuando ayudaron a derrocar a Allende o cuando invadieron Irak. Todo eso dijo, y creo que ni le interesaba ver que estaba mezclando un cómic con la historia.
Alguna vez hasta me habló de la posiblemente trágica infancia de Luthor. Y de una adolescencia perturbadora, en la que le hicieron bullying y, a la vez, él hizo bullying. Claro que mi papá nunca usó la palabra bullying, sino que su frase fue más bien del tipo en la escuela lo tienen que haber cagado a palos y él tiene que haber cagado a palos a más de uno.
Nunca entendí la admiración de mi viejo por los villanos, paralela a su casi odio a cualquiera de los integrantes de la Liga de Justicia de DC. Tampoco los de Marvel se salvaban. Salvo Batman. Que nadie se metiera con Batman, porque, para mi viejo, ese personaje es distinto a todos los otros.
Pero cuál es la diferencia entre Batman y el resto de los tipos y las minas de la Liga, si todos terminan defendiendo los intereses de la patronal, le pregunté una vez, cuando aún mi vieja vivía, para aguijonearlo. Cómo no recordar aquella escena si lo que hizo fue tragar lentamente el pedazo de carne que ya tenía en la boca, dejar los cubiertos al lado del plato, limpiarse los labios con una servilleta, tomar un trago de vino y finalmente decir mirá, no es tan fácil.
La perorata que se vino después hizo que se le terminara enfriando la comida, porque se extendió un rato explicando la diferencia entre Batman y los forros como la Mujer Maravilla, Superman, Linterna Verde y varios. Batman era el único que no tenía superpoderes, él único que había tenido que construir su superheroicidad, palabra que supongo que inventó en ese momento. Y no sirvió de mucho que yo lo azuzara diciéndole que Bruce Wayne, al fin y al cabo, era un pendejo multimillonario que estaba al pedo mientras en sus empresas se explotaba a los obreros y que por eso tenía tiempo para convertirse en superhéroe, con una vida servida que incluía a un mayordomo que hasta lo vestía y un ingeniero de una de las firmas Wayne que diseñaba todos los artefactos que utilizaba.
Todo lo que quieras, pero no tiene poderes naturales o derivados de una explosión atómica o de la mordida de una araña o de lo que fuera, todo lo construyó él, y eso ya lo hace distinto y, por supuesto, más humano, es más, está tan loco como el Guasón o Gatúbela.
En fin. Que hablar de superhéroes con mi viejo es una batalla perdida. Pero todo esto no quiere decir que su vida haya girado en torno a los cómics. Para nada, de hecho, nunca lo vi leer una historieta. Pero estos personajes siempre ejercieron sobre él una atracción irresistible. De hecho, con el tiempo, llegué a la conclusión de que allá por fines de los setenta, cuando fuimos en familia a ver Superman, la de Christopher Reeve, a un cine de la calle Lavalle, fue más por una necesidad suya. De hecho, yo aún ni siquiera tenía diez años, y mi hermano apenas si pisaba los seis. Tengo dos o tres imágenes de eso, la represa rompiéndose, una caja de caramelos confitados que se le cayó a mi hermano, por lo que mi vieja se tuvo que levantar en medio de la película para ir a comprarle otra para que no llorara más, y el Fiat 600 que teníamos en ese momento. Y supongo que mi hermano tiene menos recuerdos aún. Pero mi viejo retuvo detalles ínfimos de esa tarde, que aún casi cuarenta años después recordaba, como cuando vimos juntos por tercera vez Superman Returns, y digo juntos porque desconozco la cantidad de veces que la habrá visto él gracias al DVD trucho en sus noches de soledad después de la muerte de mi vieja. Esa tercera vez fue en la siesta de un martes. Sé que era martes porque son los días en que tengo desocupadas las tardes y a veces aprovecho para ir a almorzar con él. Ese día compré unas empanadas, un vino, y almorzamos comentando noticias y demás, pero a la siesta no quiso acostarse, dijo que había dormido hasta tarde y que no estaba cansado, así que propuso ver una película. Y esa película terminó siendo, por tercera vez conmigo, Superman Returns.
Arrellanados en el sillón de la sala frente al cual desde hacía un tiempo estaba estratégicamente colocado el televisor, cada uno con una taza de café en la mano, le pregunté cuántas veces había visto ya esta película. Qué sé yo, me respondió. Tantas como para que ya me sepa los diálogos de memoria, agregó, y yo sonreí incrédulo, entonces, para demostrarme que era cierto lo que decía, comenzó a repetir las líneas que los protagonistas iban diciendo.
Su voz sonaba como una reverberación por detrás de los doblajes al “español latino”. Nos reímos un poco, y luego de eso, de la nada, me preguntó si me acordaba de cuando habíamos ido a ver Superman al cine Lavalle junto con mi hermano y mi mamá. Por supuesto que me acuerdo, le respondí, pero no quise ser muy efusivo, no fuera cosa que me preguntara algo de esa tarde y yo no pudiera responder más que con las tres imágenes que había retenido. Ustedes eran muy chiquitos, dijo sin dejar de mirar la pantalla del televisor. Tu mamá iba muy bonita ese día, agregó casi en un susurro, y como no encontrábamos estacionamiento, tuvimos que dejar el auto como a seis o siete cuadras.
Por suerte, a ninguno de ustedes dos le dio ganas de ir al baño durante la película, porque hubiera tenido que ser yo quien fuera a acompañarlos. Pero tu mamá sí tuvo que levantarse, porque a tu hermano se le cayeron los confites y no quería que vos le convidaras de los tuyos, quería tener su propia caja. Cuando Lex Luthor disparó los misiles, a vos se te ocurrió preguntar qué era la energía nuclear. Después, te dije, después te explico, pero nunca me lo volviste a preguntar, supongo que porque el tono de mi respuesta en ese momento tiene que haber sido el de cerrá la boca de una vez. Me parece que tu hermano era el único en todo el cine al que no le quedaba claro que Clark Kent era Superman, porque cada dos por tres preguntaba y ese quién es o ese es Superman. Cuando se muere Luisa Lane, tu mamá me tomó del brazo y me apretó, y te juro que en ese momento yo era Superman consolando casi indiferente a Luisa Lane, que era tu mamá.
Así de sueltos eran sus recuerdos de esa tarde, y seguramente tenía muchos más, pero se mantuvo en silencio unos segundos y después de eso fue que dijo, sin quitar la vista del televisor, a esta nunca la vi en el cine, con un leve movimiento que daba a entender que se refería a Superman Returns.
Dos días después de esa siesta de cine en casa, mi viejo tuvo un turno en el médico del que sólo me había dicho que era de rutina, cosas de viejo, pero no era tan así. El turno era con un oncólogo que le confirmó lo del tumor en el cerebro, pero de eso no me enteré hasta el fin de semana, cuando me llamó para preguntarme si no quería que fuésemos a ver el partido del Tomba. Fuimos a la cancha. No fue un buen partido, un triste cero a cero sin emociones. De vuelta nos detuvimos en un bolichón, y mientras comíamos unas milanesas con papas fritas me reveló que tenía ese tumor maligno alojado en el cerebro y que había hablado con varios médicos que le habían recomendado un tratamiento pero que él ni en pedo se iba a someter a eso y que iba a dejar firmados todos los papeles necesarios para que no lo sometieran a tratamientos inútiles que lo mantuvieran como un vegetal, e iba a tener que ser yo el responsable de que eso no pasara, de que se cumpliera su deseo, porque a mi hermano le iba a avisar lo del tumor, pero no lo iba a hacer venir, no iba a permitir que viniera por eso. Ya está, cuando me tenga que morir me muero, pero no voy a andar hinchándole los huevos a nadie. Así que vos, tranquilo, que las cosas pasen como tengan que pasar, fue su conclusión, y ni siquiera me dejó decir algo, sino que pasó directo a hablar del partido, del arbitraje mediocre, de los jugadores a los que les falta garra, de los técnicos que no le encuentran la vuelta al equipo y de la AFA y la mafia que la dirige, que se tendrían que ir todos y hacer un recambio que le dé una vuelta de rosca al fútbol.
No hubo forma de que aceptara ninguno de los tratamientos que le propusieron. Cada vez se le hicieron más intensos los dolores de cabeza, se puso más irascible, comenzó a conversar con mi mamá y más de una vez se dirigió a mí como si estuviera hablando con su hermano menor, el que murió en un accidente algunos años antes de que yo naciera.
Pero, fuera de esos momentos, mantenía la lucidez. Podía pasar horas sosteniendo una conversación coherente, y tal vez sobre el final se iba un rato, o mejor, volvía a sus épocas de cartero y reconstruía mentalmente el recorrido que debía hacer al día siguiente. A veces se detenía en los tiempos en los que ya era oficinista en el Correo y tenía un montón de papeles que resolver urgente antes de que llegaran los jefes de Buenos Aires en una de esas inspecciones regulares.
Pasaron varios meses en los que el tumor aumentó de tamaño y en los que le hice caso en eso de que se bastaba solo, pero llegó el momento en el que decidimos juntos contratar a una enfermera que lo acompañara la mayor parte del día. Eso fue la misma tarde en que llegué a su casa y lo encontré casi llorando porque no encontraba la bicicleta y suponía que se la había llevado su hermana. Tardé un buen rato en calmarlo y no fue hasta que durmió un poco que volvió a la realidad. Al principio, mientras yo le contaba lo que había sucedido, él me miraba incrédulo, pero al rato comenzó a dimensionar lo que sucedía y de repente me interrumpió. Me puedo mandar una cagada importante, dijo como conclusión, y ahí mismo me puse a mandar mensajes a mis contactos a ver quién conocía a alguien que pudiera cuidarlo.
Catalina comenzó a venir a su casa desde las siete y media de la mañana hasta las dos de la tarde y yo me mudé a la antigua habitación que compartía con mi hermano, de manera que siempre hubiera alguien con él.
Darío vino en el verano con Ángela y Victoria. Llevamos una de las camas de la casa de mi viejo a mi departamento para que pudiera dormir Vicki en ella y así los tres se alojaron allí. Cuando estábamos todos juntos, a veces mi papá nos confundía a Darío y a mí con sus hermanos o con compañeros de trabajo, a Ángela con mi mamá, a Vicky con su hermana, a Catalina con mi abuela.
Una vez llamó Mariana a Ángela y a continuación le habló amorosamente. Con mi hermano nos miramos y tácitamente decidimos no indagar respecto de quién era esa tal Mariana, y cuando Ángela nos preguntó, eludimos dar cualquier respuesta.
Cuando mi hermano, mi cuñada y mi hermosa y pequeña sobrina llevaban dos días acá y cuando por fin ya estaban acomodados en mi departamento, pudimos tener un tiempo para conversar. Fue después de un almuerzo, cuando mi papá se fue a dormir la siesta y Vicky estaba en el patio chapoteando en la vieja pileta de lona que había refrescado nuestros veranos infantiles y que llevaba guardada décadas en el depósito del fondo.
Mates de por medio, me enteré de que mi viejo les había contado una versión bastante incompleta. Ellos creían que el tumor era algo incipiente que aún estaba en observación y que seguramente podía reducir su tamaño con algún tratamiento.
Aproveché para reclamarle que su desinformación se debía a su resistencia a hablar conmigo, a su necedad sostenida por antiguas cuitas familiares, a la infantil actitud adoptada después de la muerte de nuestra madre. El momento era oportuno para eso, por lo sensible de la situación en la que estábamos y porque sabía que Ángela, aunque fuera la esposa de mi hermano, iba a apoyar mi postura. Ella tiene en claro cómo ha sido desde siempre la relación entre Darío y yo, pero también conoce a mi hermano mejor que yo, y eso implica que sabe que todo lo que le había reclamado era cierto, además de que, seguramente, me quedaba corto.
En definitiva, durante esos mates y esa siesta se enteraron de lo complejo de la situación. Mi hermano propuso quedarse con nosotros unos meses o el tiempo que hiciera falta. Ellos tienen una panadería, así que pueden darse la oportunidad de tomarse los días que quieran o necesiten. No hace falta, les respondí, no es difícil atenderlo, al menos por el momento. Me hicieron prometer que si se me complicaba les avisaría, y después Ángela lanzó la pregunta que seguramente Darío no se animaba a hacer.
Les expliqué que no lo podíamos saber, porque como había decidido no hacerse tratamientos, no había forma de hacerle un seguimiento al desarrollo del tumor, por lo tanto tampoco podíamos saber si había metástasis o si presionaba sobre alguna zona en particular del cerebro, por lo que los médicos sólo podían recetarles paliativos de acuerdo a los dolores o los malestares que fuera manifestando.
No, concluí, no podemos saberlo, sólo va a suceder en el momento en que tenga que suceder.
Viejo cabeza dura, dijo como cierre de la conversación Ángela.
Al día siguiente, seguro a instancias de mi cuñada, mi hermano me ofreció quedarse con mi viejo el fin de semana para que yo pudiera irme adonde quisiera, una suerte de ínfimas vacaciones. Alquilé una cabaña en medio de la montaña, lo más alejada que pude conseguir, y pasé dos días encerrado y lejos de todo, lo suficientemente distante como para darme cuenta de cuán agotado estaba. Pero creo que alcancé a descansar.
El lunes a la mañana regresé. Mi viejo me recibió como si hiciera dos minutos que nos hubiésemos visto. A pesar de que estaba Catalina, mi hermano se había quedado. Me ofrecí a llevarlo al departamento en el que lo esperaban Ángela y Vicky. En el camino me contó que en dos días vio tres veces Superman Returns. Sí, a veces le agarra y la pone dos y hasta tres veces por día, le expliqué, y otras veces pasa varios días sin verla.
No sabía que era fanático de Superman, dijo Darío. Es algo que tampoco yo entiendo, nunca en la vida lo vi leer un cómic pero sabe un montón sobre Súperman, y esa película la ha visto mil veces, tanto que hizo mierda una copia que tenía y le tuve que comprar otra, le expliqué. Y por qué Superman, preguntó mi hermano, si siempre ha puteado contra los yanquis y el imperialismo y las barras y las estrellas y todo lo que fuera gringo. Qué sé yo, respondí.
Permanecimos en silencio lo que tardó el semáforo en darnos el verde. Ayer, mientras veíamos la película y Ángela y Vicky estaban en la pileta, me hizo acordar de cuando fuimos a ver Superman al cine, no esta, la de hace años, la de Christopher Reeve. Sí, cada tanto se acuerda de esa tarde… y a veces se compara con Superman y dice que la mamá era Luisa Lane, le digo serio, sin el más mínimo atisbo de una sonrisa, para que entienda que no es un chiste lo que le cuento, para que sepa que no hay nada gracioso en eso. Jodeme, dijo entendiendo que para nuestro padre Superman era mucho más que una película.
Yo ni me acordaba de eso. De qué, le pregunto. De cuando fuimos a ver Superman al cine, me responde. Después ya no volvimos a hablar sino para despedirnos en la puerta del edificio en el que tengo mi departamento, ese en el que estaban hospedados mi hermano con su familia.
Estuvieron dos semanas y después volvieron a Buenos Aires. Desde entonces, alguno de los dos, Darío o Ángela, llamó para saber cómo seguía la situación, y si no llamaban, enviaban un mensaje preguntando cómo había amanecido o cómo estaba pasando el día mi viejo.
Por supuesto, las cosas se sucedieron como era esperable. Los dolores se incrementaron y en la misma proporción lo hicieron los sedantes, los analgésicos, las complicaciones físicas y los delirios, los momentos en los que confundía a la gente, hablaba incoherencias o con personas que ya no estaban.
Y ahora estamos acá. Con sus viejos y cansados dedos repite la mecánica de sacar del balde dos o tres pochoclos para llevárselos a la boca. Algunos se le caen, pero no parece interesarle.
Ayer, mientras leía los diarios, vi de casualidad que hoy reponían Superman Returns en Rivadavia, en el cine Ducal. Le pregunté si quería que fuésemos a verla y me respondió con una sonrisa que sí. Y no sé si quien aceptó la invitación fue el hombre de ochenta años al que cuido desde hace unos meses, el de treinta y pico que me llevó a ver Superman a un cine de la calle Lavalle o el niño que probablemente estaba conociendo a través de una revista, en una siesta soleada y tirado en el patio de su casa, a un tipo que venía de un planeta extinto y que en la Tierra tenía superpoderes.
La primera función comenzaba a las tres de la tarde. Teníamos que recorrer sesenta kilómetros y calcular llegar temprano, a las dos y media como mucho, porque cuando llamé al cine me dijeron que no se podían hacer reservas, que las butacas no eran numeradas y que no había venta anticipada de entradas por internet.
Recorrimos la distancia entre la casa de mi viejo y el cine casi en silencio. Apenas si cruzamos algunas palabras, y en una ocasión tuve que recordarle que íbamos al cine a ver Superman Returns, a lo que me respondió que qué bueno, porque él no la había visto nunca en el cine, sino que siempre lo hizo en su casa, y eso gracias a que su hijo Roberto le había comprado una copia en DVD.
A esa hora pude conseguir estacionamiento casi frente al cine, así que lo dejé solo en el auto, compré las entradas y fui el primero en la fila para entrar.
El cálculo de los tiempos me salió bien, porque a los diez minutos la cola de gente, especialmente de niños, llegaba hasta la esquina.
Cuando faltaban cinco minutos para que abrieran las puertas, le pedí a un adolescente que estaba con su hermano detrás de mí que me cuidara el lugar y me crucé a buscar a mi viejo. Cuando le abrí la puerta del auto para que bajara, me miró sorprendido y me dijo viste que en este cine dan Superman. A eso vinimos, le respondí. Y dónde están tu mamá y tu hermano, me preguntó. No le respondí.
Mi idea era la de ser primeros en la fila para, al no ser numeradas las entradas, conseguir un par de butacas en el centro, en los mejores lugares, para ver cómo el tipo ese nos salvaba por enésima vez de las maldades de Lex Luthor.
Y así es como ahí anda el pelado, delante de nosotros y de una platea llena, haciendo de las suyas, aprovechando los minerales y la tecnología de Krypton para crear un nuevo continente que genera tal sacudida al planeta que se hace una grieta que crece y avanza implacable hacia Metrópoli, con Superman volando sobre ella y viéndola abrirse mortal hacia la ciudad en la que nadie imagina la catástrofe que llega desde el mar.
Justo en el clímax de la escena, el balde de pochoclo ya casi vacío que tenía mi viejo en el regazo cayó al piso.
Reaccioné rápidamente para levantar el balde de entre sus piernas y fue entonces cuando me di cuenta.
Dejé el balde en el piso, suavemente le cerré los ojos a mi viejo y con su campera lo tapé del cuello para abajo.
Esperaría a que la sala estuviese desocupada para pedir ayuda a la administración del cine.
Su corazón se había detenido junto con la grieta de Luthor. En el medio de un cine enmudecido por las destrezas de Superman para evitar catástrofes, me sequé con los dedos las dos lágrimas que se escaparon y recogí el balde, que sostuve con ambas manos. Más que eso. Me abracé a él. Y así me quedé mirando lo que sucedía en la pantalla, aunque conociera el final de la historia.