El hilo

Por Claudia Pussetto

 

Es tarde.

Cuando mi mujer me llamó agitada y me avisó que había empezado el trabajo de parto, yo estaba en el campo.  Hasta que terminé de atender al potrillo, dejé las indicaciones y subí a la camioneta pasaron horas. Al menos en mi cabeza.

Don Luis no paraba de hablar, con esa tranquilidad que lo caracteriza. Se esforzaba por explicarme que él había hecho lo posible, mientras yo le suministraba antibióticos y suero al potrillo. Creo que se ofendió cuando no le acepté la invitación para compartir unos mates.

El camino en mal estado por la lluvia del día anterior, la ruta recargada por la hora, todo conspiró contra la necesidad de llegar.

Ahora estoy entrando al hospital. Casi corriendo. Me doy cuenta de que no me cambié de ropa y traigo las botas embarradas y el pulóver sucio. Espero que nadie me detenga por impresentable.

Llego a la entrada de maternidad. Pregunto. Laurita está en la habitación.

Me acerco con el corazón detenido. Contengo la respiración y me transpiran las manos. Empujo la puerta y veo la espalda de mi yerno. Después a mi esposa que parada del otro lado de la cama me sonríe. Largo el aire y pongo un pie delante del otro, obligándome a frenar el impulso de correr hasta ellos, que están a medio metro y parecen tan lejanos.

Al fin llego a los pies de la cama y veo a Laurita sentada, pálida y ojerosa.  Entre los brazos sostiene un bollo pequeño envuelto en una manta blanca.

Me inundan los recuerdos. Los duelos que mi mujer y yo transitamos en nuestros intentos de ser padres. Los trámites de adopción que más de una vez quisimos abandonar. El día en que, con el estómago duro como piedra, vi entrar a Laurita y a Marcos con una cuidadora. Mi esposa me tomó la mano y sentí como ella temblaba. Los dos niños, que parecían cachorros asustados, desde ese instante se convirtieron en mis hijos. Marcos nos adoptó a nosotros enseguida. Laurita en cambio nos puso a prueba un tiempo largo. Y el día en que mi hija cumplió ocho años sonrió con esa boca a la que le faltaba un diente y dijo “te quiero, papá”.

Ahora, Laurita es una mujer, pero sonríe igual que a los ocho años y veo cómo le cambia la expresión.

Carraspeo y trago saliva. Mi esposa se da cuenta y me salva.

—Andá al baño y laváte, no pensarás tocar a tu nieto con esa mugre.

Obedezco. Los demás hacen algún comentario que no entiendo.

Mi nieto.

Me saco el pulóver y lo dejo colgado de un gancho en la pared. Me lavo la cara y las manos como si estuviera por entrar al quirófano.

Vuelvo. Me acerco a la cama tratando de suavizar mis movimientos torpes.

—¿Cómo estás? —acarició la mejilla de Laurita, pero no puedo sacar los ojos de la manta enrollada sobre su pecho.

—Bien, papi. ¿Querés tenerlo?

Digo que sí con la cabeza. Con la ayuda de su padre el bebé pasa a mis brazos. Lo tomo con impericia, tengo miedo de hacerle daño. La manta se abre un poco y vuelvo a respirar al verle la cara. Tiene los ojos abiertos y me mira.

No es posible, los bebés no ven bien al nacer.

Pero Maxi me mira. Estoy seguro.

Todo alrededor desaparece. Somos él y yo. Una vez más experimento lo que sentí hace veinte años: el hilo invisible del amor, el alivio y el miedo entrelazados, la necesidad de dar y recibir.

La certeza de que no sé nada.

El asombro.

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