Por Claudia Pussetto
Ilustración: @theaustralianboy
Abrió los ojos y se sentó. Estaba oscuro. Tenía la espalda mojada por el sudor y el estómago contraído. Qué sueño horrible. Escuchó la respiración rítmica de Mauro. Se acercó a su cuerpo que irradiaba calor, tratando de no despertarlo. Él no entendería. ¿Cómo contarle que soñó la muerte de Bautista? ¿Que lo vio balancearse en ese borde y desaparecer? Sacó los pies de la cama, se acomodó las pantuflas y de la silla tomó un abrigo. Entró en la habitación del hijo y caminó hasta la cama. Acercó una mano a la boca de Bautista y percibió el aliento cálido. Acomodó las mantas sobre el pequeño y se fue a la cocina. En la penumbra todos los objetos de la casa parecían de otro mundo. ¿Cómo pudo soltar mi mano y recorrer esos metros tan rápido si apenas tiene dos años? Era una pregunta sin sentido: pudo porque era un sueño. Y si los detalles de los sueños se esfuman ¿por qué ahora los recordaba tan bien? Tomó agua de un vaso, que apareció en su mano no supo cómo. Y volvió a la cama. Tenía frío, no lograba respirar con calma para aflojar ese nudo en el estómago. Mañana me parecerá una tontería. No voy a contarlo para que no pase nunca. Se acostó, acomodó el acolchado hasta las orejas y encogió las rodillas. Si se dormía pensando en eso a lo mejor el sueño seguía. A veces, las pesadillas vuelven. Tenía que pensar en otra cosa. Sole. Soledad. ¿Por qué escuchaba a Mauro si estaba durmiendo a su lado? Sole, despertáte, ya llegó el sacerdote. Abrió los ojos. Estaba hecha un ovillo en un sillón. Había dolor en la mirada de Mauro. Bautista ya no estaba.