Por Carolina Elwart
Este 21 de julio cumpliría años Liliana Bodoc, nuestra escritora mendocina, la madre de los Confines, y celebrando la literatura y la vida se ha decidido que sea el Día del Libro Infantil y Juvenil.
¿Por qué se necesita un día para hablar de los libros de la literatura con adjetivos?
Andruetto, una de las escritoras argentinas premiadas en el extranjero, sostiene la idea de que la literatura debería ser sin adjetivos. Pequeños, grandes, viejos lectores y los que inician deberían poder disfrutar de la literatura, pero ese sigue siendo un problema. Pareciera que hay libros para pequeños y otros para «hacernos los grandes» y luego llegar a la literatura de verdad. ¡La mentira!, no la ficción, de que la literatura mejor está allá lejos, al llegar a grandes.
La literatura infantil no es la menor de las hermanas, ni la juvenil la del medio, que siempre le toca probarse el zapato que no le entra. La literatura infantil y juvenil han tomado una gran relevancia en estas épocas porque por mucho tiempo la humanidad no consideró a las infancias capaces de mucho más que esperar a que crecieran, y a las adolescencias esa etapa incómoda en que el pantalón te queda corto pero las libertades largas.
Que hoy tengamos librerías dedicadas a la LIJ, quiere decir que estamos pensando en nuestras infancias y adolescencias, aunque las siglas sean ásperas. ¡Pero claro, el cuento siempre tiene un villano! El mercado editorial nos dice qué comprar y los mesones se llenan de la marca del castillo como «lo infantil». Los libros de princesas no son solo lo infantil, en lo infantil debe acompañar la poesía como el ritmo que nos acompaña desde el vientre materno. Debe tener la historia de miedo que nos ayude a enfrentar las tormentas en el mar de la imaginación. Lo infantil debería tener una sola prohibición: «prohibido prohibir», porque las infancias también quieren leer y escribir poesías, porque el lenguaje poético no es solo el de los grandes escritores sino también el de una niña mirando el mundo por primera vez.
«Me muero de ser», me dice mi hija de 6 años y yo la corrijo: «es sed», y ella me responde: «de ser también, mamá». Visitar el mundo de la literatura infantil no debería ser el cuento de las buenas noches que alteramos un poco porque nos pareció muy crudo, sino un lugar donde sentarnos y dejarnos llevar por el barco que zarpa cada vez que alguien dice con magia «había una vez.»
Oh, pero con la juvenil todo se pone peliagudo. A las adolescencias les debemos mostrar los clásicos pero en versiones cortas porque «no les da». Y sí, la verdad no les da la cabeza para entender un mundo paralizado pero que intentamos girar a fuerza de tareas y órdenes. No les da porque les enseñamos que el mundo está agonizando y que a ellos les queda el pesado presente de no saber qué futuro habrá. No les da porque ante sus preguntas solo tenemos certezas viejas. La literatura juvenil se ha empezado a conformar en la propia necesidad de quien necesita una nueva narrativa para entender el mundo, pero también para escapar de él. ¿Acaso no es válido irnos un rato a otro lugar, aunque sea frente a un videojuego, una canción o un libro?
Celebro la vida que tuvo Liliana, lo que nos legó no solo en los libros sino cada vez que la tecnología nos pone al oído su voz, su cadencia, su forma de decirnos que “somos seres poéticos, todos, todos nosotros. Mucho más de lo que nos imaginamos. Lo que más nos duele, lo que nos sangra, o dicho de otro modo, nuestra condición mortal, ni más ni menos, es aquello que sólo podemos expresar a través de la poesía. Por eso es tan importante que un chico lea literatura, que lea una metáfora”.