Atilio o copla de un bello fracaso

Por Rúkleman Soto

 

domador

 

Nadie podía prever lo que sucedería después que llegó a nuestra casa aquella tierna mota de pelaje blanco y negro con ojos estólidos tan parecidos a los de Lusinchi. Así que decidimos llamarlo Jaime, como el presidente alcohólico, adúltero y adeco que nos tocó padecer entre esos años de 1984 y 1989.

Jaime creció con los perros, realengo en aquel enorme patio de frondosos naranjos, aguacates y otros árboles frutales que se ocupó de hostigar con ensañamiento. Su rebaño fue una jauría, era un toro holstein que en ocasiones tenía comportamientos de doberman, pero estrambótico y atolondrado.

Padecía serios trastornos de personalidad, a veces en su confusión hacía de perchero ambulante. Rosaura cuando regresaba de la calle, le colgaba su bolso en el cacho y el toro caminaba apacible a su lado los 50 metros que había entre el portón y la casa. No era para menos, fue una época laberíntica, de dispersión, de relativismos ideológicos y derrumbe de paradigmas, Jaime no era la excepción.

Entre otros desmanes, estuvo a punto de ocasionar con su cara de bobo mi despido del trabajo que yo mantenía a duras penas como dibujante y que perdí de todos modos; un divorcio que de todas maneras se consumaría años más tarde y un sisma en nuestra organización sueñera que igual se difuminó, debido a su etérea condición. Fracasar puede ser hasta bonito si se le pone empeño.

A Jaime le faltaba un cacho por lo que algunos compañeros de tendencia idealista, agrupados bajo el signo de ONIRIA en el PROYECTO SUEÑOS VENEZUELA, lo consideraron LA VIVA ENCARNACIÓN del emblemático unicornio de nuestro movimiento utopista. Esto constituyó una fractura ya que no pocos nos adscribíamos a la corriente materialista, convencidos históricamente del tremendo valor cárnico que Jaime evidenciaba en su más pura concreción. No en balde constituíamos el amplio sector de los “pelabola” habituales de URBANIA. El viejo Marx nos enseño que lo concreto es la suma de las múltiples determinaciones, el método dialéctico es infalible.

Pero esta no es la historia del reguero de desgracias y desastres que Jaime (el toro, y también Lusinchi, da lo mismo) dejó en aquél período, sino la crónica de cómo nuestro querido amigo, el negro Atilio, se convirtió en el principal conjurado de uno de tantos atentados contra Jaime, que terminaron por otorgarle al toro una especie de consanguinidad mítica con el minotauro. Aquella situación era intolerable porque Jaime no era otra cosa que 600 kilos de asado deambulando inútilmente en medio de la más profunda privación.

Para ir al grano (ya que se trata de información clasificada) omitiré detalles sobre los planes para la ejecución. Lo importante es que la presencia de Atilio era garantía de éxito, un verdadero gaucho, que cuando cantaba milongas y candombes como Alfredo Zitarrosa era como si la fuerza del pampero retumbara en su vozarrón de trueno.

No había dudas, el negro portaba la casta de Martín Fierro. Sabía usar la faca, a juzgar por la manera de tasajear la punta trasera que compraba en el frigorífico mientras le advertía al carnicero que no limpiara la pieza. Atilio embadurnaba la carne con abundante sal sin retirar el envoltorio de grasa y de pellejo, luego la asaba lentamente, al tiempo que regresaba a su adolescencia estanciera entre futbol, camperos y los “cielitos” independentistas de Bartolomé Hidalgo:

De estas imágenes una
fue Nerón que mandó a Roma,
y mejor que él es un toro
cuando se para en la loma

Cielito, cielo que sí,
guardensé su chocolate,
aquí somos puros Indios
y sólo tomamos mate.

Fue entonces cuando me decidí a revelarle todos los intentos fallidos perpetrados contra Jaime (el toro). Nos faltaba un heroico Teseo capaz de aniquilar al cornúpeta sin contemplaciones. La respuesta de Atilio no pudo ser más íntegra:

“Pero booooluuuudo, de ese toro me encargo shooooo. Haberlo dicho antes y ya te hubiera ahorrado tanto desconsuelo”. La pampa está henchida de tipos resteados, pensé.
La suerte estaba echada, el domingo siguiente salí en busca del destino acompañado de mi compadre Pompilio y del uruguayo con su facón justiciero. Nos pertrechamos con dos litros de Cacique y la guitarra. A primera hora tomamos rumbo a los valles de Aragua, el toricidio sería consumado al fin.

Al llegar encendimos el fogón para hacer abundante brasa, desenfundamos la guitarra y descorchamos la primera botella. Atilio notó nuestro apremio, pidió mantener la calma y peló por las seis cuerdas. Comenzó a echar coplas, quizás aquellas de Jorge Cafrune:

Con su permiso via dentrar,
Aunque no soy convidao,
Pero en mi pago un asao,
No es de naide, y es de todos.
Yo voy a cantar a mi modo,
Después que haya churrasqueao

Mi compadre ripostaría con EL VIOLÍN DE BECHO:

Becho toca el violín en la orquesta
Cara de chiquilín sin maestra
Y la orquesta no sirve no tiene
Mas que un solo violín que le duele…

 

 

Entre Zitarrosa, Cafrune y evocaciones del “pago” nos bajamos el primer litro. La brasa estaba al rojo vivo. Jaime, como era su costumbre cada vez que había juerga bajo el samán, ya se había arrimado al fogón sin saber lo que le esperaba. Era mediodía, insistí en llevar a cabo la tarea. Atilio pidió esperar un poco más con una autoridad moral que no admitía réplicas. Parecía un verdadero conocedor, solo le faltaban el poncho, las boleadoras y el chambergo para completar la estampa. Manejaba la situación como un gaucho del Olimpo sentado sobre una piedra grande a modo de trono. Tal vez esperaba que cediera el fuerte calor de la canícula.

Estábamos asombrados. El toro no se apartaba de su lado. «Lo tiene dominado» susurró Pompilio con agudeza. Entonces recordé a Orfeo sometiendo fieras con su lira y al flautista de Hamelin hechizando ratones. Pero esos eran mitos y cuentos que le leía a mis chamos, esto era real, un asunto de hombres verdaderos.

Entre copla y copla, molían ron los contendientes uno al lado del otro, codo con pezuña, como viejos payadores. Jaime, como es natural, lo miraba becerrado, Atilio lo abrazaba y empinaba la botella en el hocico de Jaime que se relamía, luego bebía él. «Seguro lo está cebando», me dije, pero empezaba a impacientarme. La tarde comenzaba a caer, había que tomar la iniciativa, desechar las ilusiones, prepararse para la lucha.

Me puse de pie, exigí pasar a la acción. Pompilio apoyó la moción. Se produjo un silencio que cubrió la tarde. Atilio levantó su vista hasta la altura de nuestros rostros como si nos traspasara con la mirada. De pronto estalló en llanto rugiendo con esa voz atronadora que había cantado coplas de gaucho matrero:

–Yo no puedo matar un toro con el que he bebido y cantado –fracasamos otra vez compadre, murmuré.
–¿Cómo me van a pedir que asesine a un camarada? –trepidaba el que había devuelto la esperanza de comernos a Jaime a la parrilla.

Se imponía la tesis del repliegue táctico. Malherido en el ego ensayé mi propio verso:

Jaime, hijo de Pasifae, hermano de Asterión,
nos había derrotado con su cara de guevón

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