Por María Teresa Canelones Fernández
“El coronavirus es psicológico”, “El coronavirus lo transportaron los vampiros”, “El coronavirus es un catarro chino”, “Cayó granizo en forma de coronavirus”, “El coronavirus se cura hirviendo y tomando el agua de un pelo que aparece en la Biblia”…
“En China, los murciélagos viven en los techos de las casas y atacan a las serpientes, y como los chinos se comen a las serpientes, de allí ha venido el coronavirus”, narraba en Madrid España –antes de ser declarado el Covid-19 como pandemia– una transeúnte a Karin Herrero, conductor del programa radial Los 40. “La imaginación es infinita”, decía Juan Rulfo, y un disparate dicho con seriedad podría resultar adorable, parafraseando a García Márquez. “Es más grave el virus cuando se propaga la desinformación”, dice el locutor peruano Carlos Galdós. Sin embargo, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, antes de contagiarse, llamó al virus “gripecita”, y redujo la epidemia a una “neurosis colectiva”.
Y aunque en la misma encuesta –publicada en Youtube– hubo gente que creyó o parodió que el coronavirus era un “catarro chino”, y era “transportado por vampiros”, ya el virus comenzaba a incubarse en la mente de una generación, y días después un estornudo se convertiría en una amenaza, y el mundo en un tablero de esgrima donde sus jugadores no siempre vestirían de blanco. “Algunas veces siento que me asfixio”, confesó Benmary Villegas, quien ahora visualiza como entra el aire por sus fosas nasales hasta llegar a los pulmones.
Y es que muchos –aunque no lo vean– podrían tener la sospecha de que el “bicho” –como también lo llaman– les camine por el cuerpo como un piojo. Algunos permitiéndose curiosearlo, sentirlo, respirarlo, e incluso tocarlo, sin nombrarlo, porque en un mundo de cuerdos no sería sano. Sólo el miedo y la angustia al contagio están permitidos mientras se logra “domar a la epidemia”, como dijo el presidente mexicano, Andrés López Obrador. Mientras, la bestia sigue quedando reducida a pesadillas, y a una tripofobia que crece y crece hasta petrificar, aunque el mandatario afirme que el coronavirus ni siquiera es equivalente a la influenza, que valen los abrazos, y que, “todo aquel que pueda lleve a su familia a comer a restaurantes para fortalecer la economía”.
Las máscaras, los barbijos y tapabocas, están en perenne mutación de estrategias, diseños, estampados y colores. Las embestidas y los giros de los jugadores no alcanzan a tocar al contrincante. Un movimiento tras otro con la espada, el florete y el sable, pero es en vano. No puede haber un combate justo cuando el enemigo es invisible, y aunque intangible, existe, y es como una película de terror, relató Víctor Hernández, quien desde que la Organización Mundial de la Salud declaró la enfermedad como una emergencia sanitaria internacional, presentó ataques de pánico, y aún se lava las manos unas veinte veces al día.
Y es que el virus disparó la venta de desinfectantes de mano de forma exorbitante en el mundo, por ejemplo, en España creció un 700%; pese a toda evidencia un policía mexicano asegura que “el coronavirus es psicológico”. Así lo contó el actor Luis Gerardo Méndez, refiriéndose a un gendarme que pretendió realizarle la prueba de alcoholímetro. “No había tomado nada. Los dos traíamos tapabocas. Se lo quitó y me pidió que me lo quitara y le soplara en la cara. Le dije: “¿Y el COVID, oficial?” Me contestó con tono irónico: “El COVID es psicológico, joven”. Curiosamente en ese momento México era el país con mayor número de muertes por la pandemia.
A estas alturas el virus lo controla todo, hasta el tiempo, incluyendo el clima, porque ha aparecido en forma de granizo, según narraron habitantes de Montemorelos, en México, y Míchigan, en Estados Unidos. Los medios de comunicación mostraron la granizada con protuberancias aunque los meteorólogos informaron que era un “fenómeno propio de la intensidad con que ocurren las tormentas”. La anécdota desviste, pero también dulcifica a la barbarie, entonces las historias continúan mutando porque sí, porque si no, la muerte llega por falta de imaginación, “porque la realidad es para las personas que carecen de imaginación”, como dice el director de cine de animación japonés, Hayao Miyazaki.
Al final todo el mundo quiere salvarse, así que la cura para superar o protegerse del virus apareció en la Biblia según la influencer colombiana Paola Aristizábal, quien advirtió que sólo había que hervir el pelo que se hallaba en la mitad de las Sagradas Escrituras y tomarlo con mucha fe. Lo extraño es que viralizada su mística receta en una cadena de Whatsapp, la joven cerró sus redes sociales. “Esto es ridículo y antihigiénico”, cuestionó de inmediato el párroco salvadoreño, Samuel Bonilla.
Como decía el psiquiatra y filósofo austriaco, Viktor Emil Frankl, “cada época tiene sus neurosis, y cada tiempo su psicoterapia”. En 2020 las consultas virtuales al psicólogo en Argentina aunque aumentaron, no indicaron una alerta en la salud mental, según informó al diario Primera Edición de Misiones, la psicoterapeuta, Cintia Diplotti, quien también destacó el aumento de la demanda de medicamentos para relajarse y dormir.
Por su parte, la psiquiatra Liliana Matos, señaló en un artículo publicado en Página 12 que, “en estos momentos es normal sentir miedo, tristeza, enojo, angustia, impotencia, y es fundamental conversar, compartir las emociones y poder nombrarlas. Tenemos que confiar en el poder pacificador de la palabra. En estos días de cuarentena debemos pensar que no estamos encerrados, sino protegidos. Podemos hacer muchas cosas y de manera diferente. Vivimos en una cultura consumista que nos ha enseñando a calmarnos con objetos externos que supuestamente dan felicidad. Así que la cuarentena nos impone una pausa, nos exige desarrollar paciencia y capacidad de espera. Puede ser una oportunidad para conectarnos con nuestros objetos internos: nuestras fantasías, recuerdos, y deseos”.
Recomendó leer “La capacidad de estar a solas”, del psicoanalista inglés, Winnicott, autor que define la soledad como “uno de los signos más importantes de madurez dentro del desarrollo emocional”, porque permite el estar “con uno mismo”, y desarrollar la autonomía y la creatividad que surge del mundo interior”.
A cuatro meses de la pandemia es probable que los niños piensen que el coronavirus es un fantasma, y es una certeza de que algunos políticos y autoridades religiosas siguen cumpliendo con el uso de las máscaras, pero sin usar el tapaboca. El coronavirus parece ser el único habitante en un planeta que comienza a respirar diferente. Ante el absurdo y la confusión, la peste continúa sumando despedidas, y pareciera revelarse sólo en los canales de noticias. Mientras, una abuela argentina se la pasa preguntando a sus familiares si han sabido de alguien conocido, o que sea el conocido de algún otro conocido, que haya muerto por Covid. Ellos le responden que son más de 12 millones los contagiados, y más de 500 mil los muertos. Ella insiste, “yo aún no he conocido a ninguno”, sin embargo, diversas cadenas por las redes sociales denuncian que la enfermedad deja de ser un chiste hasta que muere un ser querido.
José Ramón Ubieto, psicólogo y profesor en la Universidad Abierta de Cataluña, explicó a verne.elpais.com, que, “uno de los problemas de la epidemia es la angustia provocada por la incertidumbre. El humor es una estrategia para soportar esta incertidumbre y para hacer cada vez más familiar lo incierto y lo extraño. El humor funciona como “un mecanismo colectivo”. Es útil en general, pero puede haber gente a quien le resulte desagradable leer chistes sobre la epidemia, sea por su propia sensibilidad o porque les toca de cerca”.
Y el neurocientífico americano Scott Weems afirma que, “casi nunca reímos por crueldad, sino porque los chistes provocan reacciones emocionales complejas que incluso pueden ser contradictorias. Cuando nos reímos del coronavirus, no solo estamos liberando tensión e intentando relajarnos, sino que también estamos intentando poner en perspectiva nuestras preocupaciones. Nos vemos desde fuera y podemos intentar evaluar hasta qué punto nuestros temores están fundados. Es una forma de enfrentarnos a nuestras emociones”.
Ahora el balón se detuvo, el virus es el máximo entretenimiento, y la única enfermedad de la historia contemporánea, aunque Trump insista esperanzado en que “su efecto puede mitigarse con desinfectantes”, y aunque aún no se haya podido sanear el virus de la pobreza que invisibiliza a 1300 millones de personas en el mundo –según la ONU-.
El Banco Mundial informó que, “la crisis del COVID-19 tendrá un impacto desproporcionado sobre los pobres, a través de la pérdida de empleos, la reducción de las remesas, el alza de precios y la interrupción de la prestación de servicios como la educación y la salud”. Entre el desconcierto y la desesperación quizás algunos comenzarán a preguntar si ya podría habitarse el planeta Marte o la Antártida, porque es el único continente donde no ha llegado el virus.
Ya lo dijo Shakespeare, “el mundo es un escenario”, pero ¿dónde están los músicos? ¿qué tambalea? y ¿qué se hunde? Ahora el mundo es un laboratorio donde ha quedado claro que el ser humano es el virus más letal, y el miedo el peor virus que excluye, y ratifica que, “de cerca nadie es normal”, como canta Caetano Veloso.