El último suspiro

Por Ernesto J. Navarro (*)

 

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—¿Te pasa algo? —preguntó el Churras.
—No, nada, marico, tranquilo. Dale que ya voy —dije tratando de disimular un rostro que no aprendí nunca a disimular.

El Churras pareció creerme o quizá no me paró bolas, no sé. Se alejó y difuminó en medio del ovillo de gente en traje de baño, que saltaba y gritaba en la pista de baile con arena de playa que tenía “El Mosquito Coast”, la discoteca con las mejores fiestas que tuvo la isla de Margarita.

 

***


Ese mismo día Jueves Santo (9 de abril) de 1998, el Churras, Ramoncito y yo habíamos madrugado para tener buena ubicación, cerca de la tarima de La Súper Descarga Belmont, en Playa El Agua. Quizá el mejor concierto de la historia de este país. Por esa tarima pasaron: Los Amigos Invisibles, Aterciopelados, King Changó y hasta Los Pericos… La tarima estaba dispuesta de tal forma que uno podía bailar hora y media, dar unos pasos, remojarse en la playa y seguir bailando.

Con una buena disposición de música, alcohol y hormonas, playa El Agua era “momorra y godoma”, como decía mi vecina… pero de esto no va el cuento.

Como a las 8 de la noche salimos del concierto. El Churras y Ramoncito me ofrecían sus hombros para que caminara la borrachera. El plan era seguir la fiesta en “El mosquito”, a donde se iban todos. Pero yo no estaba en condiciones. Llevarme a la casa donde dormíamos no era opción, que me fuese solo tampoco. Entonces, no sé de dónde sacaron un jugo de tomates y un Benadón que Ramoncito, aventajado estudiante de medicina, me inyectó en la vena. Cuando pude sostenerme solo, nos fuimos a comer para terminar de acomodar el cuerpo.

Me comí 5 perrocalientes de un tiro, me bebí dos cocacolas de lata a las que Churras les mezcló café negro cerrero y nos fuimos pal’ mosquito.

 

***


A pesar de que había más cola que para poner gasolina, entramos fácilmente porque el portero era vecino de la familia donde estábamos acampando aquella semana santa. En medio de ese maremoto de gente, Ramoncito se puso a hablar con dos chicas que, me aseguraba, habíamos conocido en la playa. Él, el más guapo de nosotros tres (rubiecito, ojos verdes, bien vestido, oloroso a perfume, peinado con gelatina y entrador), tenía un súper poder que lo hacía conocer chicas hasta en un velorio, lo mismo que detectar donde vendían buenas empanadas.

Nos acercamos. Una de ellas me saludó confianzuda, y yo disimulé (como ya saben que lo hago) una de mis sonrisas. Volteé hacia el Churras:

—¿Las conocemos?
—Sí eres loco, pasamos todo el concierto de la playa con ellas, ¿no te acordáis? —reclamó.

“Si me hubiesen dejado borracho, en ese universo paralelo de la curda”, pensé, “la habría recordado”. Pero de vuelta a la cordura no reconocía su rostro. Seguía un estado de atención aletargada producto de la post borrachera, el jugo de tomate con hielo, los medicamentos inyectados y las cocacolas con café negro.

De pronto, me di cuenta de que estaba solo. Churras y Ramocito se habían ido a bailar con las amigas del concierto. Miré alrededor buscando a donde irme, pero cerca de mí, una chica en traje de baño de dos piezas, descalza y con una cerveza en la mano, bailaba sola mirando hacia la pista, buscando también.

La observé sin parpadear, guiado por mis antenitas de vinil, hasta que ella giró. Extendí una mano y se acercó.


—Solo no vayas a pisarme —dijo halándome hacia la pista.

Como nunca se me ha dado lo de Usain Bolt, es decir el pique corto, explosivo y veloz en apenas 100 metros, me siento más cómodo empleándome como corredor de fondo, de maratones largos. Quizá si empiezo bailando un rato, comunicando los cuerpos, después se me ocurrirán los diálogos, creí. Hice vueltas, giros y contorsiones como si trabajase en el Cirque Du Soleil. Pero el cóctel que me poseía hizo su efecto y el tracto digestivo rápidamente cedió su control.

 

***

 

Según el diccionario, un eructo es la liberación de gas del tracto digestivo (principalmente del esófago y estómago) a través de la boca. Este gas queda atrapado en el tubo al ser tragado durante la ingesta de alimentos. A menudo, el eructo se acompaña de un sonido característico que, durante la ingesta es muy común.

En ese momento desconocía tal tecnicismo, solo quería que no se escapara un desagradable: ¡GGGGRRRRRUUUUUUUUUPPPPPPPPPP! Lo pensé mejor, tanto como se puede pensar con alcohol, medicamentos y cafeína en la cabeza. “Dale”, me dije, “con este verguero de gente, olor a sudor y música a reventar, ni cuenta se dará”.

Pero luego de dos vueltas seguidas, sentí que se me saldrían las tripas por la boca. Alterné con los brazos, hasta acercarla a mí. Estiré el cuello, creyendo que, como ella me llegaba hasta la altura del pecho, podría valerme de esa ventaja. Traté de contener el sonido del eructo dentro de la boca cerrada, pero una viruta de salchicha que llegó hasta la comisura de los labios y que velozmente capturé, e identifiqué con los dientes, me obligó a abrir la boca, para escupirla a un costado.

La chica, que tenía su mano izquierda en mi espalda, la puso en mi pecho, no por cariño sino para marcar distancia, frunció el ceño y acto seguido, declaró en un poema que nunca olvidaré:
—¡¡¡Eeeeeso, comiste perrocaliente!!!

Luego de un giro dancístico, con la mano derecha, mientras con la izquierda tapaba inútilmente mi boca la entregué al ovillo de gente sobre la arena. Cuando estuvo separada de mi cuerpo, como a dos pasos de distancia, hice la reverencia del actor de teatro… y me perdí detrás del telón de agua.

 

(*) Periodista, poeta y cronista venezolano. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” 2015

 

 

  

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