Por Mariano Dubin
Ayer, armando una clase, apunté en un cuaderno tres modos de la inmortalidad. Primero, aquella que buscó Gilgamesh –que ya era, por cierto, un tercio humano y dos tercios divino–. La misma que ofreció la ninfa Calipso a Ulises y este desechó por causa de su amor terrenal (aunque dicha toda la verdad, se revolcó un par de veces en el lecho con el amor celestial). Es la inmortalidad del Mandinga, de Dios y de varios seres que andan por acá o por allá pero que, evidentemente, es esquiva a nuestro destino humano. Ahora esta frustración se repite en versión ciberpunk con los Elon Musk y otros millonarios que están convencidos de que podrán cifrar su inmortalidad en inteligencias artificiales. Otra vez, como Gilgamesh, volverán a sus reinos derrotados (y, posiblemente, esta vez, sin ninguna sabiduría ganada).
Hay otra inmortalidad que es la secular. Quien primero la cifró en un gran poema fue Horacio en su “Exegi monumentum aere perennius…”. Y creo que mejoró, largamente, Celedonio Flores en «Corrientes y Esmeralda» cuando dice: “Esquina porteña, este milonguero / Te ofrece su afecto más hondo y cordial. / Cuando con la vida, este cero a cero / Te prometo el verso más rante y canero / Para hacer el tango, que ta haga inmortal”. Es decir, lograr la fama inmortal por un verso eterno. Como el héroe sumerio, algo infantil e incendiado, busqué ambas. Fracasé, por supuesto.
Existe, por último, otro tipo de inmortalidad. La escuché explicada, por primera vez, por un chamán shipibo al hablar sobre la ayahuasca (del quechua: aya, muerte; huasca, cuero o cuerda). La idea –aunque más que una idea es un sentimiento y por lo tanto la empobreceré un poco– es que la muerte y la vida son dos tonos de un mismo canto. Solo que hemos perdido la posibilidad de escuchar esos tonos. La ayahuasca sería, entonces, esa cuerda que nos permite volver a ingresar al mundo de los muertos.
La verdad que cuando la escuché, lejos estuve de sorprenderme. Mi abuelo, en el campo, me explicó con menos palabras lo mismo: los cueros de uno son parte de las estaciones de la vida. Uno, tal vez, como Lorca podría lamentarse con eso de “vine a este mundo con ojos y me voy sin ellos”. Pero, en realidad, siguen abiertos como el mismo Lorca escribió: “bajo la luna gitana, las cosas le están mirando y ella no puede mirarlas”.
Hemos, sin duda, perdido estas magias cotidianas.
Recuerdo que el jesuita Bartomeu Melià, en alguno de sus libros sobre el guaraní, lo definió como un “purahéi puku”, un canto largo, milenario, postrero, donde a uno en un momento le toca el rol de cantarlo y luego dejarlo a otros, pero el canto continúa siendo uno y ya no siéndolo. Se podría decir eso, sin duda, de cualquier cultura.
En ese cuero viejo me siento cómodo para morir, aunque visto el nivel de destrucción al que hemos llegado, tampoco nos quedará ese poncho para que nos entierren. Habrá otros, en algún otro momento (¡o en alguna otra galaxia!) que podrán seguir el canto eterno.
Esto venía apuntando, armando la clase, y recordé estos versos de la poeta mapuche Graciela Huinao. Me recuerda cuando con mi abuelo íbamos al tambo por unas huellas finitas que había entre los campos para buscar la leche con grasa. Todos seguimos estando, caminando en esa misma huella.
“Los cantos de José Loi”
Graciela Huinao
Vuelven
en primavera
donde el campo generoso
honra con los árboles
el paso inmortal
de mis abuelos.
Los cantos de mi padre
cuando borracho de sueños
en el país de mi infancia
me enseñaba la ruta
que siguen las estrellas.
A veces lágrimas
traían las noches de invierno
al enseñarme a descifrar
los cantos de la montaña
a comunicarme con los pájaros
en su idioma infinito
y a entender el mensaje del viento
en remolino sobre el río.
Ahora acuñados sus cantos
a mi vestido digo:
La primera escuela de mi raza
es el fogón
en medio de la ruka
donde arde
la historia de mi pueblo.