Por Ernesto J. Navarro (*)
Mientras la mayoría de los habitantes del pueblo de Achaguas estaba en la iglesia, rezando a la imagen del Nazareno aquella Semana Santa, yo hacía lo mismo, pero en el asiento trasero del carro de un amigo. Rogaba a cualquier santo, que nada saben de sexo, que me ayudaran a mí a tenerlo. Pedía un milagro simple: que pudiera pasar aquella noche con La Catira.
Mi amigo, llanero de pura cepa, se había adelantado con su novia en el motel “Las Estrellas”.
—Cierren bien las puertas del carro cuando se bajen. La habitación es la 23. Ya está paga —gritó desde la puerta de aquel templo pagano.
***
Todas las vacaciones de mi infancia las pasé en Achaguas, en el estado Apure, al suroeste de Venezuela.
En ese pequeño pueblo, fundado en 1774 por un fraile en épocas de la invasión española, se venera y celebra al Nazareno desde 1835. Una figura que se considera milagrosa.
Se cuenta que ese Nazareno fue un regalo que el aguerrido “Centauro de los Llanos”, el general José Antonio Páez, le hizo al pueblo después de aplastar a los españoles realistas, en plena guerra de independencia.
Cuando cumplí 18 años, repetí el viaje, solo que esta vez eran las primeras vacaciones a las que iba sin la familia.
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Esa noche esperé a que mi amigo y su novia subieran al castillo embrujado, que estaba instalado al lado del circo, y apretando los dientes para que dejaran de temblarme, le robé un beso a La Catira.
Ella dio un saltito hacia atrás, como de asombro, pero no se molestó conmigo, tampoco por el cabezazo que le dí torpemente:
—¿Por qué no me avisaste? —preguntó sonriendo y sobándose la frente.
La Catira vivía en San Fernando de Apure y era la muchacha más hermosa que había visto nunca. Al mismo tiempo era la más pretendida de la comarca. Según mi amigo, unos siete ganaderos la rondaban ofreciéndole haciendas, vacas y carros para que aceptara matrimonio. Pero ella se los vacilaba. Era prima de mi amigo y creo que solo por eso estaba conmigo aquella noche.
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—¡Señoras y señores! Pasen, pasen. Olvir Quinter Circus les presenta esta noche, y solo por esta noche, su atracción principal: Keisy, la burra que baila merengue. No se lo pierda. ¡Adelante! ¡Adelante!
Ante un anuncio de este tipo, uno no puede menos que reírse. Aunque en realidad reía mí. De niño había sido embaucado de la misma forma. Recuerdo que me gasté unos ahorros para entrar al Circo Gitano que, por el mes de agosto, visitaba mi ciudad natal. La promesa de entonces era la misma.
Una vez adentro pude ver una burra, a la que el “domador” la hacía pararse en las patas traseras. Él le tomaba las delanteras y las ponía sobre sus hombros (somo si la burra lo abrazara para bailar) Dándole con un palo en las patas sobre las que se sostenía, la hacía dar saltitos, mientras unas luces estroboscópicas casi nos provocaban una convulsión al ritmo del tema “San Martín”.
Fue la primera vez que me robaron.
Lo cierto es que yo quería alejarme de Keisy e irme a un sitio tranquilo para hablar con la catira, pero mi amigo. que había salido del castillo embrujado, me agarró del hombro:
—¿Pa’ dónde vas?
Yo apenas levanté las cejas…
—No, guevón. Vámanos pal pueblo de Achaguas, aquí en San Fernando no hay vida.
—¿Y La Catira? -pregunté medio asustado.
—Ella se viene con nosotros ¡Cáele, que eso está listo!
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En el asiento trasero del carro estaba oscuro. Yo me frotaba las rodillas con las manos…
—Y…. ¿cómo estás? -dije.
Mi timidez crónica me ponía medio idiota con La Catira. Pero en defensa propia debo decir que ella intimidaba: rubia, ojos verdes, sombrero de pelo guama con el cabello suelto, camisa azul a cuadros anudada encima del ombligo. Unos jeans que parecía habérselos puesto con mantequilla y unas botas ´Loblan´ tan brillantes, que podías peinarte mirándote en ellas.
No sabía qué hacer. Habíamos llegado a un Motel sin mediar acuerdo alguno. Mi amigo, dueño del vehículo en el que viajamos, me dijo en una bomba de gasolina donde paramos a orinar:
—Yo no sé tú, pero yo voy a ‘puyá’ esta noche.
—¡Verga! ¿Y yo que voy a hacer?
—Hazte el loco.
No supe que interpretar de aquella sentencia, tampoco qué le diría la novia de mi amigo a La Catira mientras nosotros fuimos al baño, pero cuando reanudamos la ruta dentro del carro había un silencio crudo, pesado, incómodo.
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—Que ¿cómo estoy? Ya no me duele el cabezazo, si es lo que quieres saber…
-Yo no quería… -dije.
—(Risas) Es broma, no me dolió.
—Qué te parece sí… Bueno, no sé si tú…
—¡Si! -dijo ella -Intentemos otra vez.
Ahora, con su auxilio, fue un “piquito” mucho más dulce. Cerré los ojos y creí que los santos estaban obrando a mi favor. Pero como dice un viejo adagio: el camino del cielo está lleno de espinas.
***
—¿Quieres que entremos? ¡Total! Ya esa habitación está paga y es mejor esperar allá, que aquí en el carro.
(Hoy pienso que pude haber inventado algo mejor, pero en ese instante no se me ocurrió nada más)
Ella no hizo oposición. Pero noté que se bajó un poco el sombrero, como para que no le vieran el rostro mientras entrábamos al motel. Una vez dentro, hablamos todo lo que no hablamos desde que nos conocimos.
También pasamos del piquito inicial a besos más extensos. Yo no terminaba de creer que semejante mujer estuviese conmigo en una habitación de motel, encerrados, perdidos de las miradas del mundo, sin haber hecho nada para merecerlo.
Percibí que ella, de forma recurrente miraba mi pantalón, justo donde era imposible ocultar los efectos de sus besos. Confiando, intenté abrirle la camisa pero me apartó las manos varias veces:
—¡No, por favor!
Desde ese momento, comenzó una maratón de casi dos horas por toda la habitación. Yo la perseguía, ella me besaba y huía. Se acercaba, me tocaba por encima del pantalón y volvía a retirarse. Entraba al baño repetidas veces. “¿Qué tanto orina? si no hemos bebido nada”. Volvíamos a charlar, a los besos, pero como dicen los albañiles en huelga: “la obra no avanzaba”.
En medio de un beso interesantemente largo, pude quitarle la camisa y sus sostenes sin mayor resistencia. Sus senos juveniles eran perfectos y hasta me permitió que los besara, pero la catira vio mi cara de éxtasis y de inmediato dejó clara la situación:
—¡Hasta ahí! Porque de aquello, nada de nada.
***
Mi amigo ya había salido del motel con su novia y se quedaron dormidos esperándonos.
Los santos a los que había rogado asistencia, debían haberse entretenido con otra cosa, porque a mí me parecía que “el milagro” se me esfumaba de las manos.
En un instante de rara cordura reinicié la charla, ella se relajaba y volvían los besos y todo iniciaba de nuevo. Yo quería extender el encuentro de nuestras bocas, ella los detenía para comenzar a vestirse.
Me parecía que los besos largos eran mi tabla de salvación. Luego de besarnos como 10 minutos (quizá fueron sólo dos) pude tocarla «allá abajo» pero sobre el pantalón, ella movió sus caderas despacito. Entonces me animé y poco a poco bajé el cierre de su blue jean. En un movimiento acrobático le quité las botas sin dejar de besarla y… ¡Dios es grande! Su pantalón salió volando por la habitación.
Pero como si un corrientazo le alcanzara la espalda. Se puso de pie y cerró las piernas de forma tan violenta que me alcanzó darme la cabeza con un talón. Quise volver a los besos pero ahora la catira parecía definitiva en el cierre de sus piernas. Fue tan intraficable su rostro que la única opción que tenía a mano era tumbar el Rey y declarar la derrota: me rindo.
Mi inexperiencia no me permitía descubrir el motivo de aquel estira y encoge. Como si fuese uno de estos investigadores que llaman “CSI”, enumeraba mentalmente: “nos besamos, entramos a un motel sin haberlo acordado, nos desvestimos, nos tocamos, no le desagrado… ¿Qué pasa?
***
Hay un dicho familiar que hemos repetido unos a otros, y con el que los míos conjuran los malos tiempos: “A nadie le falta dios”.
Y así como en el teatro griego, el Deux ex machina permitía la entrada de los dioses para intervenir favorablemente en la situación del héroe, lo mismo que en la batalla casi perdida, aparece el auxilio de una columna de soldados aliados que arremete contra el enemigo, llegó mi tan implorado socorro divino.
Se cuenta que Alejandro Magno tuvo el reto de desatar el nudo gordiano (eso creo) y, ante mi incapacidad para soltar aquel enredo, como si blandiera una espada para cortarlo, lancé un beso desarticulador y con un movimiento envolvente (dicen las tácticas de guerra) me abrí espacio con los dedos entre las piernas de la catira y descubrí el terrible misterio que había causado las intermitencias de la noche: tenía un hueco en las pantaletas.
Entendí que la vergüenza la causaba de ese pequeño hueco en las pantaletas. Respiré aliviando. «Da lo mismo, cortar que desatar», me dije, mientras rompía la pantaleta y recordaba la frase del rey de Macedonia.
Entonces se hizo el milagro.
(*) Periodista, poeta y cronista venezolano. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” 2015