CALLE LITERATURA | Azul Molina Romero

Por Carolina Elwart

 

Azul es de esas personas que habla poco pero escribe mucho. Su escritura pareciera venida de siglos pasados. Tiene una gran capacidad de aterrar con sus cuentos y eso le gusta. Nos cuenta que le gusta escribir porque «me resulta interesante ver las diferentes reacciones en las personas. Sé lo que puede provocar un libro o un cuento y el saber que yo puedo incitar a los demás en algo similar me resulta muy atrayente».

La literatura ha estado presente siempre en su vida. De pequeña su mamá le leía cuentos. «Recuerdo ‘Barba azul’, que me llamó la atención. Un cuento clásico de la infancia que nos cuenta cómo un hombre de muy buena posición oculta en un cuarto bajo llave los cadáveres de sus esposas pasadas». Ya cuando comenzó a leer sola, llegó hasta el maestro Edgar Alllan Poe y «me encerré en una mansión del terror». Ambientes góticos, atmósferas recargadas de elementos terroríficos, Azul logra con sus cuentos que la piel se nos erice y el silencio sea ensordecedor.

 

azul

 

Luna

Estaba perdido en la oscuridad que carcomía su hogar. Ahora más que nunca la luz de la luna perdía sentido. La única existente era la de las estrellas. No había luna. Él la asesino. Tiene su cadáver oculto en las paredes de aquella morada antigua, desfigurada y con polvo en las ventanas, cubriendo los espectros de sus actos. Fantasmas que le murmuran de noche y lo juzgan desde su ausencia; que le arrancan el alma de a fragmentos dejándolo excéntrico y desdichado. Como el presuntuoso suceso depravadamente nítido.

Él la extraña, es el único para hacerlo. Se aseguró de ello. Extraña sus gemidos en las gélidas caricias de medianoche. Sus lágrimas bautizando la almohada transformada al alba como un rito lóbrego. Sus largas hebras que le prestaban facilidad al trabajo de apresarla cuando su mente la convencía de poder disgregar. Su inmaculado lienzo en donde podía contemplar sus hazañas como cónyuge. El tapiz de sus hierros.

Sí, la extrañaba y eso fue lo único molesto de asesinarla. O eso pensó en un principio. Su cuerpo no lo encontraría en otra. Había escudriñado y las descartaba sin ni siquiera probarlas. Mas de su muerte en sí no sentía peso alguno en su razón. Hasta que las sombras lo engulleron, del mismo modo que él a ella. Mutilaron su mente con las sobras del gran espejo nocturno, desistiendo para que se desangrara mientras echaban un vistazo divertido y las estrellas se carcajeaban.

Aquel hombre sentía el aliento de la Muerte en su cuello y sus dedos acariciándole el pecho. Lo sedujo con halagos de sosiego y un lecho de purpúrea paz. Fue hurtando sus ropas y se las arrojó a la Vida como harapos de hace siglos. Él la besó con ilusorio entusiasmo mientras lágrimas abrazaron la almohada y apretó su fina silueta.

La bala le perforó el cráneo y la cama se bañó de sangre.

Los fantasmas se deleitaron al ver un torrente tan exquisito como aquel. Saboreándose los belfos ajados con el desperdicio que formaba ciénagas putrefactas. No se armaron de paciencia para devorar sus recuerdos oscuros y retorcidos, enjuagándose las comisuras con las ridículas sonrisas pertenecientes al sacrificado.

La muerte se engalanó y abandonó la casa de aquellas víctimas enfrentadas. Una agonizó con su cuerpo lacerado, no obstante, se aferró a la ilusión. Mas el otro, con su cuerpo perfilado, pereció con aves de carroña en la mente.

Y desde el pórtico la Muerte echó un vistazo al cielo ladina, esas dos almas fueron suyas.

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