Por Ernesto J. Navarro (*)
Cuando circulaban los billetes de 500 bolos, esos que tenían una orquídea dibujada en el reverso, yo no tenía ni carro, ni edad de manejar.
Pero recuerdo con suma claridad los cuentos sobre los policías o fiscales de tránsito que matraqueaban pronunciando la célebre frase: “orquídeate a la derecha”. Acto seguido, el chofer pelaba por el billete de 500 y seguía con su camino.
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A pocos metros de la alcabala que está en el límite de los estados Barinas y Portuguesa, sobre la Autopista José Antonio Páez, pillé la actitud de la mujer policía.
–Va a pararme -le dije a Indira.
–Pero es que te paran porque tú pones cara de cagao -sentenció ella.
La uniformada dio dos pasos hacia nuestro carro, levantó el brazo izquierdo a 45 grados y abrió la palma de la mano. Yo reduje la velocidad, y vi como la chica me señaló con la boca (haciendo trompita) que me parara a la derecha.
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¿Por qué si el tombo desconfía de uno, uno no puede desconfiar de ellos?
Es decir, los policías parten de un principio universal según el cual, TODOS los hombres con cabello largo son narcotraficantes y TODO vehículo tripulado por dos hombres es de unos atracadores.
Pero, peeeero… resulta un pecado casi mortal, insinuar que el policía te aborda con malas intenciones, aunque te estén matraqueando en vivo y directo.
El asunto es que un policía nunca te matraquea. NUNCA.
En la lógica del matraqueo, capítulo 1, versículo 2, el policía lo que está es haciendo un favor que consiste en:
1) Evitar que vayas a un banco a pagar una multa. Evitándote así el traslado y la cola.
2) Evitar que tu carro vaya detenido.
3) Evitar que tú vayas detenido.
Es un favor ¿qué no lo ven?
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En el concierto: “Lo Cortez no quita lo Cabral”, hay varios monólogos de los cantantes Alberto Cortez y Facundo Cabral.
En uno de ellos Facundo dice, hablando de un tío suyo que había sido coronel:
“Hay que acabar con los uniformes que le dan autoridad a las personas. ¿Qué es un general desnudo?”.
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–Documentos del vehículo, por favor -indicó la mujer policía.
Me bajé del carro con mi catajarra de papeles: cédula de identidad vigente, licencia de conducir al día, permiso médico recién renovado, carnet de circulación del vehículo y RCV virgo de paquete.
La mujer me dio la espalda y se fue hacia un tarantín hecho con cuatro tubos y dos latas de zinc, donde había una mesita como de escritorio de maestra de escuela. Yo caminé detrás de ella aunque no me invitó.
Se volteó y me pidió la cédula de Indira, las de las dos niñas grandes y las partidas de nacimiento de las dos pequeñas. Entonces armó en la mesa, una especie de mapa de pistas con los documentos. Uno digno de un operativo para dar con a Pablo Escobar.
Rápidamente descubrió que ninguno de los documentos del carro estaba fuera de orden.
Así que apeló por las preguntas ridículas que hacen en las alcabalas y a las que yo llamo “RODEOS REGLAMENTARIOS”. Unas vainas inútiles que sirven para cortar el hielo y que preceden al matraqueo.
-¿De dónde vienen, señor?
Yo venía de Mérida, pero si le respondía eso, pensé, cómo podría ella comprobarlo. Daba si le hubiese dicho “de Barinas”, “de dar una vuelta” o “de casa de mi madre”. Jamás repreguntan.
–De viajar -le dije.
–Uhmmmm (frunciendo el ceño) ¿Y las niñas son sus hijas?
-¡Todas! -precisé.
Se llevó la mano derecha a la barbilla. Miraba las cédulas y me miraba a mí como elaborando mentalmente un mapa de ADN. Se rascaba la barbilla y volvía a mirar las fotos y a mí.
Entonces, hizo una pregunta sosteniendo la sonrisa de satisfacción, como cuando Grisson de CSI Las Vegas resuelve un caso en el que hay 7 cuerpos frisados a un bloque de cemento:
-¿Pero porqué éstas dos menores (Camila y Mariana) no tienen los mismos apellidos de las otras dos menores (Pola y Manu)? ¿Ah, ah?
No podía dar crédito a esa pregunta, pero respondí:
–Porque su mamá es otra.
-¡AJÁÁÁÁÁ! -dijo casi gritando- ¿Y la mamá sabe que viajan con usted?
La policía que preguntaba miró a una compañera con cara de “lo atrapé”. La otra chica levantó una ceja y aprobó con la cabeza.
–Responda, señor, -insistió- ¿La mamá sabe que viajan con usted?
–Sí -dije a secas.
–Ah, bueno… -susurró con resignación-. Puede irse.
Así que agarré de la mesa mis papeles como los carajitos que recogen juguetes de la piñata, y me dirigí al carro sin haber perdido la cara de cagao con que me describió Indira en la escena anterior.
Pero una policía como esa, no iba a rendirse fácilmente. Nunca lo hizo Perry Mason, tampoco Telly Savalas, el inmortal Koyak, y mucho menos Columbo. En una última patada de ahogado, me silbó como a un perrito y luego gritó:
-¡Un minuto, señor!
Volví a cagarme en los pantalones, lo sé aunque no podía ver mi cara. Ella, volteó ésta vez a hacia su superior, que revisaba los stickers de Whatsapp en una esquina del tarantín.
-¡Jefe! ¿Le aplicamos el ocho?
“Van a joderme”, pensé. Ya que ese “ocho” debía ser un código entre ellos para aplicarme el ácido. De mis días de reportero de la fuente policial recordé que las claves de los tombos vienen en pares de números, es decir, un accidente de tránsito es (o era) un 15-26, pero si el efectivo iba a por un polvo decía por la radio: “voy a echar un 14 -03 y regreso”.
Pero la policía dijo un “ocho”. El jefe que desde hacía diez minutos no levantaba la cabeza aporreando el teléfono celular con los pulgares, volteó con una ladilla incontenible, se secó el sudor de la frente, miró el sol, se encandiló, puso cara de ladillado y le preguntó:
-¿Está todo en regla?
–Sí, Jefe -dijo con tristeza.
–Entonces, déjalos que se vayan.
Yo apuré el paso. A tres pasos de nuestro carro volteé y vi a la policía corriendo detrás de mí, con una mano en alto y lágrimas en los ojos, como en las escenas donde la amante corre detrás el vagón del tren que parte sin remedio.
Solo me queda una duda ¿qué coño sería el fulano ocho?
(*) Periodista, poeta y cronista venezolano. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” 2015