Por Ernesto J. Navarro (*)

–¿Qué pasa?, ¿qué pasa? –preguntó con temor en los ojos.
–Indi, nos quedamos sin gasolina…
Las niñas preguntaron lo mismo y respondimos a coro:
–Tranquilas, que ya vamos a resolver.
Había caído la noche, cerrada y tenebrosa. Cuando uno está en tinieblas y en tierras de Portuguesa, no puede menos que asustarse. Recordé, en esa oscurana, los cuentos del Silbón, la Sayona, los fantasmas de las mujeres vestidas de novia que se suben a los carros o, mucho peor, esos espantos contemporáneos a los que mientan piratas de carretera.
Es aquí cuando la frase “no entra ni una aguja en el culo” cobra todo el sentido del mundo.
Debo aclarar que siempre he sido valiente, a menos que me quede sin gasolina a más de 400 kilómetros de casa, a las 8 de la noche, con las hijas pequeñas en el carro, y en una ciudad donde llenar el tanque puede tardar de uno a tres días.
***
–Aló, servicio 911-Portuguesa, buenas noches –dijo una mujer que atendió mi llamado.
–Hola, me llamo Ernesto. Me acabo de quedar sin gasolina, está oscuro. Viajo con mi esposa y 4 niñas…
–Señor, señor. Cálmese. Dígame dónde se encuentra.
–Esto se parece a la casa del Silbón… Estoy debajo de unos árboles.
–Eso no me dice nada, señor.
–A mí tampoco, mija, pero es la verdad. Está oscuro y no hay ni un malayo aviso de Polar. Eso quiere decir que no hay rastros de civilización en el perímetro.
–Empecemos de nuevo, señor.
–Bien. Fíjese, yo salí de mi casa a viajar con mis hijas hace una semana…
–Señor, señor. No tan lejos.
–Ok. Partimos de Mérida a las 9 de la mañana…
–Señor. Hace 10 minutos…
–¡Ah! Hace 10 minutos, mija, no estaba tan asustado, quizá por eso desvarío. Acabo de dejar Acarigua y voy rumbo a Barquisimeto –le apunté.
No estaba mintiendo. No sabía dónde estábamos varados. Era algún punto entre Acarigua y Barquisimeto, debajo de un túnel de árboles y fingiendo control para que las hijas confiaran en que íbamos a resolver lo que fuera. Era la primera vez que transitábamos por esa ruta.
La mujer del 911 intentó calmarme:
–Muy bien. Voy a llamar a la Policía para que se acerque.
–¡Ah! Eso sería buenísimo. Sus luces pueden alertar mejor a los carros que pasan volando –añadí.
–Solo una cosa.
–Dígame.
–No le garantizo que vayan a socorrerlo, ya que “podrían” estar en algún operativo.
–¿Y entonces para qué les va a avisar?
–Es el protocolo, señor.
***
Esa respuesta de la chica del 911 me hizo recordar una ¿charla? que tuve con un chico que vendía hamburguesas en un local de “macdonal”.
–Quiero una hamburguesa de pollo, pero sin cebolla –especifiqué.
–No se puede señor –responde el chico de unos 18 años.
–¿No se puede qué?
–Servir la hamburguesa sin cebolla…
–¿Cómo es la vaina? –arrugué la frente.
–Es que viene con cebolla…
–¿Injerta? –pregunto.
–No me ofenda señor –reclamó el muchacho.
–Eso no es una ofensa, chamo. Quise decir que… dejálo así. Chamo, mirá, quitale la cebolla, ¿cuál es la complicación?
–Ninguna, señor. Pero ¿qué es lo que usted no entiende? La hamburguesa viene con cebolla.
–Ah verga, chamo, ¿me estáis jodiendo, no? Solamente no le pongáis cebolla.
–No se puede. Ya se lo expliqué…
–Chamo, ve, es fácil. Cuando vayan a poner el relleno que va en medio de las dos tapas de pan –yo usaba mis manos para dibujar la hamburguesa–, solamente no-le-pon-gáis-la-cebolla.
–Señor, la hamburguesa viene con cebolla.
–¿Pegada al pollo con pega loca?
–Si no quiere la hamburguesa, señor, permita pasar a otro cliente –remató.
***
Decidimos echar mano del celular (que casi no tenía pilas) y de los panas que nunca te dejan morir.
Resultó que mi amigo Carlos, que vive en otro estado, pidió ayuda a su cuñado, que es de Acarigua. El cuñado llamó al exnovio de una de sus hermanas y le pidió que nos auxiliara con gasolina. Este respondió: “Tranquilo, yo lo resuelvo”. Así que telefoneó a un primo suyo, porque él estaba echándose palos y no quería dejar la caja de cervezas a merced de sus compañeros. Finalmente llegó a nosotros un pana que manejaba un “starlet blanco” y que me abrazó como si me conociera de toda la vida, y me dijo que si yo era amigo de Carlos (mi amigo de otro estado), entonces también era hermano suyo, y que por eso salió a las carreras de su casa para traernos la salvadora garrafa de gasolina.
Nos traspasó los 20 litros de combustible al bidón que teníamos vacío. Me abrazó de nuevo, me deseó buen viaje, no sin antes decirme:
–Arranca de una viejo, que este sitio es una guillotina.
No supe por cuál de los espantos me lo decía.
***
Una hora más tarde repicó mi celular:
–Buenas noches, señor Ernesto. Soy la funcionaria del 911-Portuguesa. ¿Aún quiere que le avise a la Policía?
(*) Periodista, poeta y cronista venezolano. Ganador del Premio Nacional de Periodismo “Simón Bolívar” 2015