Por Mariano Lázaro
Un hombre no llora. Un hombre no pide ayuda. Un hombre no abraza. Desde la niñez hemos escuchado estas palabras hasta convertirlas en algo común, hasta naturalizar una serie de construcciones sociales que moldean nuestra manera de pensar y nuestro comportamiento. Los estereotipos de género afectan a todos los géneros, sexos y edades, sin importar el contexto en que surjan. Pueden comenzar desde algo tan banal como la elección de juguetes o el color de la ropa con que nos vestimos, hasta por imposiciones ideológicas inculcadas en pequeñas dosis (pero en gran medida) por producciones culturales tales como canciones, series y películas. ¿En qué pensamos primero a la hora de regalar un juguete? ¿Camiones o herramientas? ¿Muñecas o sartenes? Cuando hablamos de estereotipos de género, hablamos de un virus cultural arraigado en el corazón mismo de nuestra concepción del mundo, cuya erradicación es fundamental para lograr una sociedad sana de individuos más libres.
Si bien el campo de los estereotipos de género es amplio, en este artículo nos limitamos a la famosa “masculinidad tóxica” y cómo esta afecta moral y psicológicamente a los hombres. Para empezar, debemos descartar este término debido a su ineptitud científica, ya que el calificativo “tóxico” no tiene peso epistemológico a la hora de denominar verdaderas patologías psicológicas o socioculturales. Por lo tanto, para hablar del problema debemos remitirnos al concepto de “masculinidad hegemónica”, acuñado por la socióloga Raewyn Connell y reconocido por gran parte de la comunidad científica, el cual se refiere a la masculinidad como actualmente se la conoce, basada en las características y rasgos particulares aceptados socialmente que determinan lo que hace que un hombre sea considerado como tal.
En general, se sostiene que los hombres deben ser heterosexuales, dominantes, competitivos, enérgicos, fuertes (tanto física como emocionalmente), seguros de sí mismos y sexualmente activos. Estándares por demás ridículos, solamente aplicables a la idealización o a cualquier personaje de Michael Bay. Pero en la mayoría de los casos, la imposibilidad de cumplir con estos estándares acaba degenerando la autoestima y trae aparejadas otras consecuencias a nivel anímico. La necesidad de personificar estas imposiciones suele resultar perjudicial, ya que se puede llegar a circunstancias extremas que generan consecuencias tales como la depresión y el suicidio. El estigma social que se les impone a los hombres que exhiben su vulnerabilidad muchas veces lleva a que oculten sus sentimientos y acaben haciendo imposible el diagnóstico de enfermedades mentales a tiempo. En otros casos, la inhibición de sus emociones declina en conductas violentas cuya única razón de ser es la de compensar la dificultad que supone encarnar efectivamente los roles de género asignados.
Esta agresividad se dirige hacia personas de distinto género o hacia los demás hombres, los cuales suelen presentar las mismas “deficiencias” a la hora de cumplir las expectativas convencionales que el agresor, y debido a su necesidad de encajar, se convierten en blanco de hostigamiento y humillaciones. Tal fue el caso de la publicidad que Gillette sacó al aire en enero de 2019: We Believe: The Best Men Can Be, la cual expone una serie de conductas dañinas fruto de la masculinidad hegemónica. En Youtube cuenta con más de un millón de dislikes, a la par de cientos de miles de comentarios de hombres agresivos y disconformes, que no dudan en insultar e invalidar el contenido del video en lugar de replantearse su lugar dentro del problema. Esta agresividad dirigida tanto a los individuos del mismo sexo como a los demás géneros, cuyo ejemplo encontramos en la violencia hacia las mujeres y la persecución a la homosexualidad (la cual es erróneamente considerada sinónimo de femineidad en los varones), es el resultado de una cultura patriarcal cuyo seno solo puede alimentar el machismo y el fascismo más bestiales.
Como sociedad debemos estar alerta ante la existencia de estos estereotipos y tener conciencia de sus consecuencias para así dejar de fomentarlos. Debemos infundir el amor por las diferencias. Aceptarnos como personas multicolores, personas de todo tipo. Hombres que no sean menos hombres por su manera de hablar o de vestir; hombres que no sean menos hombres por su ocupación, intereses o por amar a otros hombres. Es una deconstrucción diaria en varios niveles, un trabajo de tiempo completo, pero cuyos frutos pueden tener un impacto en nuestro presente y sentar las bases de una sociedad más libre en generaciones futuras.