CALLE LITERATURA | Valeria Lafalla

Por Carolina Elwart

 

vale

Valeria vive hace 8 años en San Rafael, es psicóloga hace 23 años y empezó a escribir de «grande». Dice que la lectura es la actividad que más disfruta. Sabe meterse en lugares de la escritura muy difíciles: el humor, la ironía y textos que te dejan pensando el resto del día. La escritura fue un ejercicio que pudo habilitar tras hacer el taller de Mariana Arias en Buenos Aires y luego el de Letras Tomadas en San Rafael. Cuando hablamos acerca del motivo que la lleva a escribir, recuerda un ejercicio (*) que hicimos en el taller. Su prosa es ligera, emotiva, pero sobre todo una mirada de instantánea de la vida. 

 

 

 

 

Cordillera del Viento

El puma otra vez. Y el hombre sin poder ver en la noche nublada. El olor del cuero y el pelaje, los pasos inconfundibles del animal. Los ojos que cada tanto brillan.  Luz mala.  El puma también huele al hombre, a las ovejas. No le importa el ladrido de los perros. No lo asusta. El hombre tiene terror del zarpazo en la carne, tan vulnerable, tan jugosa y caliente. El puma y las ovejas que corren  desperdigadas, bee, bee. Vengan malditas. No. Mejor el silencio, que el puma no escuche, que no escuche Rosa allá en la casa, que no se asuste. Él tiene que ganarle solo. Se mueve en la oscuridad y toca una oveja, bee. El corral debería estar cerca, el  hombre avanza y las ovejas lo siguen. El puma se tendría que conformar con una, eso debería acabarle el apetito. Pero el hombre sabe que lo quiere a él. Hace tantos años que lo quiere solo a él. Hay tantas ovejas pero quiere al hombre. Esta vez no me va a alcanzar piensa. Hay noches, cuando duerme en Varvarco porque es invierno y no tiene que estar en estas montañas tan cerca de este barranco, que el puma lo atrapa en sueños. Lo lame primero, lo huele, juega con él como si fueran gato y ratón, lo deja sin voz, nunca supo cómo, pero no hay aire ni cuerdas vocales. Solo resta esperar. No sirven las piñas al aire. Finalmente él se queda quieto y el puma… Siempre se despierta bañado en sudor, y Rosa lo abraza,  ya pasó Emilio, no hay puma, estamos en Varvarco. Pero hubo puma, tantas noches hubo puma. Rosa no sabe.

Terminaban de cenar y el padre iba a asegurar el corral. Siempre decía que a él nadie se le escapaba y la miraba a la madre que se sonreía y se levantaba a sacar la mesa. También lo miraba a Emilio de reojo y el chico bajaba la cabeza.

–¿Te acordás, negra, cuando te saqué a bailar? –decía y la abrazaba de atrás y a Emilio se le secaba la garganta. Después salía a encerrar a sus ovejas.

Cuando el padre se iba el chico corría hacia su madre.

–Déjeme dormir con usted mamita

–Vaya a lavarse los dientes Emilio, y a su cama

–Por favor mamita

–¿A qué le tiene miedo chiquito?

Y entonces Emilio sentía que lo iba a decir: que al olor del hombre que entraba algunas noches a su pieza, que al tacto de la carne dura, que a esa respiración en su oído. Pero Emilio se quedaba callado. Al borde del llanto.

–Dígame a qué le tiene miedo

–Al puma mamá –decía finalmente y lloraba y la madre le decía que no había puma adentro de la casa. Pero sí había.

 

El hombre ya no tiene fuerzas. Y no puede cuidar tantas ovejas, y el puma… Vamos ovejas caminen piensa. Ahora sí, grita, vamos carajo, se anima a gritar aunque sea lo último que haga, y les pega en la oscuridad a todas las que siente, les pega fuerte con la varilla, vamos grita, y las ovejas corren hacia adelante, hacia el barranco. El hombre también corre. El puma los sigue. Avanza tan rápido. Le salta al cuello, penetra la carne, destroza las venas, ruge, ruge de hambre y de placer. Y la oveja muere. El puma la arrastra y se la lleva lejos. El hombre escucha. Paralizado. Se acomodan las plantas que aplastó el puma a su paso, y el aire trae de lejos el olor a satisfacción.

El hombre está cansado. Hay veces que él quiere ser puma, quiere matar y comer y sentir qué es ser animal y cazar por la espalda. Y llora. Siempre llora ante esa idea.

Sopla un viento sur, de esos que aparecen de golpe en la montaña. Limpia la luna de nubes y entonces el hombre ve más claro y a solo unos pasos está el barranco. Abajo el ruido del río, y sabe que enfrente están las paredes de otras montañas. Cordillera del Viento. Grita y esta vez es un alarido. El eco le trae sus palabras. Es el último grito del hombre, que luego camina hasta el borde, bañado en lágrimas, empapado en tristeza, lastimado, como tantas noches, y salta y rebota en las piedras, se parte, sangra y se hunde en el río. El eco juega con sus palabras: no papá, no papá parece que dijera.

 

(*) ¿Por qué escribimos?

Cuando escribo, existo en paralelo. Mientras camino, cuando escucho, mientras manejo. Cuando se me activa algún sentido, un buen sabor, un olor viejo, que es cada vez más viejo mientras más vivo.

Miro a una señora encorvada, parece cansada, con el carro de hacer las compras, y le invento una vida. Fue joven y se enamoró a mi manera, estuvo triste, decepcionada, gozó de un cuerpo más sensual. Hoy planifica su sábado hora por hora para vaciar de angustia el tiempo sin nadie. Ella también existe en paralelo gracias a mí. Mis temores, mis sustos, mis anhelos, también los de mis ancestros y los que no conozco pero puedo suponer.

Me gusta imaginarme que puedo decir con cierta belleza. Leo y me fascino y entonces intento entender de dónde salen esas palabras de los otros que describen tan bien el mundo. Los escritores que adoro también me dan otra vida en paralelo. Me hacen consistir en sus personajes y sus entornos, ergo existo.

Escribo porque me encantaría inmortalizar lo gracioso, lo triste, lo conmovedor, que mientras está siendo ya no es. Como una foto. Una buena fotografía paraliza el mundo. Un libro lo contiene. Y entonces los planetas dejan de girar.

Escribo porque me encuentro con lo más mío y lo más ajeno a mí. Escribo para conocerme y darme a conocer.

Escribo para no morirme, la fantasía de que las palabras escritas son, a esas no se las lleva el viento.

No escribo todo el tiempo o sí, o sólo los sábados.

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