Los perros de mi vida: Jenny, Chuki, Killén, Albi, Milo, Cachengue…

Por Celeste Napoleón
Ilustración: Pamela Hübbe

 

commonpeople

 

(N° 37 de la serie “Como la common people”)

En casi todas las cosas escritas y en mis charlas dejo en claro mi amor por el universo gatuno. Hoy que he visto una serie en la que un hombre vive su duelo en compañía de su perra, quiero hablar del universo canino.

Cuando era niña tuve un vínculo cercano con la Jenny, una perra que me ayudó bastante a caminar. Mis primeros pasos fueron mucho en parte gracias a su paciencia. Falleció de vieja y habiendo dado todo el amor posible.

Mi madre no era tan amante de los perros. Por eso, después del divorcio, me pasé años rogando tener un cachorro que no llegó hasta que tuve 12. Tuvimos al Chuki, un perro con manchas marrones al que chocaron en una de sus fugas y llevamos a la veterinaria. Nos dijeron que iba a quedar paralítico y que lo mejor era sacrificarlo. Mi madre decidió que no lo haría y lo llevamos a casa dispuestas a atenderlo cuanto hiciera falta. Lo sacábamos con una alfombra a tomar sol, lo limpiábamos cuando se hacía pis y caca, hasta que un día se paró y comenzó a caminar. Recuerdo la satisfacción de mi tía abuela, la Evangelina González, la doctora veterinaria de la familia, que había hecho de cerca el seguimiento del perro que caminaría por mucho tiempo con tres patas y una cuarta que se balancearía de arriba hacia abajo como marcando un ritmo.

El Chuki se fue, lo buscamos incansablemente pero ya no volvió, trajimos a la bella Killén pero mi abuelo no toleró que fuera regalo de mi padre y me obligó a devolverla. Hasta al día de hoy la sueño, he llegado a tener sueños lúcidos con ella.

Mi abuelo luego no soportó el remordimiento de su acto enfermizo de celos y trajo una perra hermosa con manchas negras y blancas, a la que llamé Alba pero que amorosamente nombré por mucho tiempo Albi… La Albi también escapó y nunca supimos de ella.

Trajimos a la Nena, una petiza amorosa que conquistó a mi madre. Jamás la había visto alzar a una perra, a las gatas sí. A la Nena la alzaba y la tenía horas en la reposera. Cuando mi madre murió, la nena no quiso comer por meses y se dejó morir.

Hoy vivo en una casa con dos canes: una es la India y el otro ha llegado recientemente y se llama Milo. La India se alegra mucho cuando llego y hasta me reta cuando me voy por días a dormir a otro lado, me da suaves mordidas y me ladra fuerte. Estos días de cuarentena se va conmigo al sillón cuando leo o me escucha tocar el cajón peruano por horas. El Milo es un atorrante, aún no logramos que haga pis afuera, pero nos compra con su cara peluda y sus ojos chiquititos.

Y no les conté de Cachengue. Así le puso mi madre a una perrita que yo salvé volviendo del Nacional, cuando iba a la secundaria. Llegué con la perra y la camisa llena de sangre porque la chocaron y la dejaron tirada en la calle como si no fuera nada. Ella se salvó y era muy bailantera cuando festejaba, por eso mi mamá decía que era una perra cumbiera. Murió de moquillo, su vida fue corta pero alegre.

No tomamos dimensión del trabajo que hacen con nosotrxs lxs perrxs, el amor que nos dan. Podemos ser personas horribles, odiadxs por todo el mundo, pero allí están ellxs, moviendo la cola y celebrando nuestra existencia.

Recuerdo la vez que me peleé con un profesor de Historia al que apreciaba muchísimo cuando me dijo que los perros no sentían, que nosotrxs proyectábamos sentimientos en ellxs, que les depositábamos cualidades humanas. La Nena no era la que estaba deprimida, era usted, Celeste, usted. Yo recuerdo haberle gritado «Pero la Nena no comía, no comía. ¿Me entiende?». Debe haber sido el debate más ridículo que una clase de Historia pudo presenciar: ¿LOS PERROS SIENTEN O NO SIENTEN?

Napoleón salió de la clase golpeando la puerta y el profesor se cagó de la risa de la indignación que había provocado en su adolescente alumna, que lo miró con desprecio. Un curso entero miró sin entender cómo todo eso había terminado tan mal. Él era un tipo que amaba hacer dudar a la gente de sus propias ideas, ella era impulsiva, eso estaba claro.
Napoleón, hasta el día de hoy, se pregunta si Daín alguna vez ha tenido perro.

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