Por Mariano Dubin
Tengo cierta fascinación por los hablantes del idish que no quieren abandonarlo. Como una lengua que guarda el último refugio a un mundo que no entienden. Como los judíos sobrevivientes de los campos de concentración que pedían papel y lápiz para poder garabatear algo en idish: recordar que estaban vivos. Mis abuelos paternos, en cambio, quisieron olvidarlo. Yo supe que lo entendían o lo hablaban ya siendo adolescente, cuando me interesé en el tema, y aproveché a aprender de ellos, palabras y dichos. No es que no me contaran de su «historia judía» pero me la contaban, digamos, doblada al español. Para otros, en cambio, el idish fue una causa. Por ejemplo, recuerdo a Isaac Bashevis Singer escribiendo cuentos de mañana en idish, y a la tarde mandándolos a traducir al inglés, que lo hablaba sin problemas, para publicar ambas versiones.
Esta lengua además no deja de tener sus implicancias ideológicas: sobre cuál es la identidad judía. Mi bisabuela Sonia, una lituashne, luego de su primer viaje a Israel nunca más quiso volver -digamos, a la llamada Haaretz- porque nadie le habló en idish. Y cuando preguntaba algo, le contestaban en hebreo. Tal vez pensó lo que alguna vez escribió León Rozitchner: «¿Qué les pasa a los judíos que en Israel tienen que murmurar en hebreo lo que les pasó en ídish?». En estas derivas estaba mientras miraba videos en Youtube en el celular. Así, de modo abrupto, llegué a una entrevista a Leonard Nimoy, el actor que hizo el memorable vulcano “Spock” en Star Trek. La verdad que no me tentó mucho escucharla pero como el video se disparó solo en una serie ininterrumpida sobre idish no pude detenerlo. Además estaba lavando los platos y no podía cambiarlo con las manos mojadas que, perdido por perdido, lo comencé a escuchar.
El agua que corría, la virulana que crujía y las niñas gritando y yo levantando la cabeza para mirar la repisa donde había dejado el celular, tal vez, modificó en algunos detalles importantes lo que mal escuché mientras el actor hablaba, un poco y un poco, en idish y en inglés.
Nimoy aseguró que él siempre fue, a su modo, como Spock. Hijo de dos culturas, en ningún lado. Levanté la oreja como bicheando una liebre que te sorprende donde no la esperás y ya está corriendo lejos. O mejor para inventar una nueva metáfora campera: levanté la oreja como el paisano Spock.
Nimoy dijo, entonces, y ya ahí cambié la virulana por la esponja para escuchar, que él como judío siempre fue Spock. Porque parece que Spock no es vulcano puro sino medio vulcano. Hijo de un vulcano y de una humana: que entre los vulcanos, es un humano y entre los humanos, un vulcano. Ahí me quedé viendo la liebre correr sin poder moverme.
Su voz, entonces, no se quebró pero permitió unas modulaciones oscuras. Me sentí con él en medio de una zozobra universal, en alguna galaxia perdida. La cara de Nimoy era vieja y lúgubre (me puse a mirarlo mientras el agua corría).
Contó que en su barrio o cerca había una psicóloga o psiquiatra que hablaba idish. Entonces Nimoy decide ir. Pasan los años y siempre encuentra el modo de seguir, de no abandonar. Parece, en principio, que no habría ningún motivo. En un momento surge lo inevitable: ¿por qué continuar un tratamiento donde, aparentemente, no hay ningún síntoma? Y, ahora, Nimoy ríe mucho. Esa risa es cruel y patética. Porque lo que estaba intentando decir Nimoy es que todos sus parientes y amigos y todos quienes conocía que hablaban su lengua estaban muriendo y en el único lugar donde podía hablar era donde estaba esta desconocida que oficiaba de psicóloga o psiquiatra. Ya no tenía con quien hablar en idish. Debía hablar, ahora, traduciéndose. Nimoy mira la pantalla, y parece que habla como el último vulcano, ahora como sobreviviente de un mundo lejano y desaparecido, a millones de años luz, y dice que es el hablante de una lengua que ya nadie habla alrededor. De su mameloshn, dice. Dice: una lengua materna sin madres.