Por Rúkleman Soto
Este 17 de mayo se cumplen 100 años del nacimiento de Aquiles Nazoa, «el Ruiseñor de Catuche», escritor venezolano que legó una vasta obra periodística y literaria, siempre merecedora de análisis y relecturas
Entre agosto y diciembre de 2011 fui facilitador en el área de Comunicación Oral y Escrita de la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (UNES), que funcionaba en el Helicoide, Caracas. Este es el relato de cómo estudiantes hicieron suyo, y mío, el «Credo» de Aquiles Nazoa.
Mis estudiantes o discentes, como se les llamaba, procedían de los estratos más humildes y en no pocos casos de lugares muy distantes. Uno de los cursos estaba formado por jóvenes que viajaban cada día desde los confines orientales del estado Miranda. Algunos tomaban el autobús a las 3 de la madrugada en San José de Barlovento, población cargada hacia el extremo Este del territorio. A las 6 de la mañana cumplían un estricto orden cerrado, recibían fuertes entrenamientos físicos hasta mediodía y veían el resto de la malla curricular en las tardes. Culminaban con otro orden cerrado a las 6:00 pm.
En esa dinámica demoledora, lo que quedaba de ellos llegaba a mis clases a la «hora del burro», en total agotamiento. Entonces, para cumplir con el programa, yo debía someterlos con hiatos, diptongos y otros instrumentos gramaticales de tortura, que eran muy eficientes para demostrar el uso del pretérito pluscuamperfecto del indicativo, en frases como: “ellos habían fracasado”, y yo también, en algo llamado comprensión oral y escrita.
Comprender es “capturar a plenitud lo que sucede o lo que se dice”. La situación era de cuidado para unos aspirantes a policías cuyas competencias básicas mermaban al momento de intentar «capturar» las normas de las huidizas y patibularias palabras, pero debían hacerlo antes de graduarse para salir a entrompar al hampa.
Las palabras respiran
En ciertos casos ni siquiera escribían con mayúscula la primera letra de su propio nombre y poco les importaba. Si quería hacer algo por ellos, y por mí, debía intentar que lograran “darse cuenta” del lenguaje como quien de pronto descubre que respira y que con ese aliento también viven las palabras. Literalmente puse toda mi fe en el «Credo» de Aquiles Nazoa. Dedicamos el período lectivo a desentrañar, en lo posible, el inabarcable universo de referentes concentrados en su breve manifiesto por la belleza, el amor, la amistad y los poderes creadores del pueblo.
La actividad final consistió en hablar del «Credo» mientras escuchábamos la «Pavana» de Fauré en versión de la banda Jethro Tull. Cuando hablaron de Picasso, hicieron referencia a unos garabatos denominados cubismo y un alarido de espanto llamado «Guernica».
Algunos recordaron que lograron eludir la lectura de «La Ilíada» y de «La Odisea» en bachillerato, pero querían saber cómo es que un superman helénico llamado Aquiles llora frente al mar. Y por qué ese poeta criado en El Guarataro creyó en el perro de Ulises, el caballo de Rolando, el gato de Alicia o el loro de Robinson Crusoe. ¡Al fin se estaban dando cuenta!
Un «Credo» lleno de música
Ya olvidé el nombre, pero no la mirada, de una jovencita en cuyo rostro no había terminado de borrarse la infancia. Ella comentó: “Ese Credo está lleno de música”. Me provocó rasparla, sabotearle los estudios, expulsarla. Alguien que dice eso anda capturando fuertes significados en la vida y merece portar otras armas. Pero argumentó que debía mantener a una bebé y en ese momento sus ojos cumplieron muchos años.
Esa tarde no me quedé con el resto del combo magisterial en el bar El Pescao, de la avenida Victoria. Me fui a tratar de capturar toda la música del «Credo» que tantas veces había leído, obsequiado, comentado, escuchado, imprimido, ilustrado y manoseado. Guiado por el “sortilegio de la música”, escuché la lira de Orfeo, oí la danza macabra en el baile fatídico de Isadora Duncan, apareció el silbato del amolador y la melodía del cuplé «La Violetera» que acompañó a la bella ciega que vendía flores en la película de Chaplin.
Escuché el ritmo de la naturaleza en el zumbido de las abejas de Martín Tinajero, en el rumor marino de las costas troyanas, en el canto de los grillos que pueblan las noches de cristales, en el latido del corazón de los hombres. Y también oí, ahora convertida en sinfonía, toda la eufonía del «Credo» en su orden sonoro, en su fluir poético, que es igual a rhythmus, ritmo, río. Fue entonces cuando pude respirar al compás que me marcaba nuestro Ruiseñor de Catuche. Gracias a los discentes de la UNES, yo estaba comenzando a capturar.
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