Por Carolina Elwart
Julio dedica su vida casi por completo a la Medicina: un neumonólogo reconocido y querido por cada paciente al que atiende. Pero también ama la música y la literatura se le mete en cada hueco de su tiempo. Lee y comparte con amigos y amigas la lectura y la escritura. No se niega nada y eso hace más interesante al autor que leemos. Sus cuentos son atmósferas detalladas que nos dan la mano para entrar, no necesita grandes conflictos, ser ya es un conflicto en los cuentos y microcuentos que nos plantea.
Un placer leerlo, conversar y disfrutar de una persona que no deja de disfrutar todo lo que hace.
Marianito
Marianito se tortura pensando que jamás le va a salir. Que va a ser la oveja negra de la familia, el hazmerreír de los amigos. Lo intenta cientos de veces. Algunas a escondidas, imitando a los tíos. Otras delante del espejo. Allí se pasa horas. Una risa nerviosa o un llanto desbordado se encargan de darle fin a sus ensayos. Todo es impotencia. “Si todos lo hacen, ¿cuándo llegará el día?”, se pregunta. Pone tanta energía en sus intentos que llega a quedarse sin aire, a ponerse morado por tanta fuerza. Le duele el estómago y le late la cabeza. Llega a vomitar, incluso. La perseverancia lo va llevando, con algunas demoras, al éxito. Sus intentos le ocupan todo su tiempo libre. Y un jueves, a un mes de haber empezado primer grado, después del recreo de las diez, lo logra. Y hasta se da el lujo de repetirlo: inspira profundo, y silba.
En el vestuario
Sólo podía prestar atención a mi mano izquierda. Apenas pude sostenerme abriendo mis brazos y apoyando las palmas sobre los azulejos verdes del vestuario. Estaba todo tan húmedo que, al ritmo de los empujones, mis manos se iban deslizando lentamente hacia abajo. Esta vez, era la derecha la que bajaba más rápido. Mi respiración agitada y constante le marcaba el ritmo. Cada tanto intentaba no pensar, cerrando mis ojos con furia. Mis brazos vencidos ya no me sostenían. Las manos seguían patinando hacia la mitad de la pared azulejada. Mis dedos dibujaban senderos como arañazos, sobre la superficie mojada y sucia. Me ardían las palmas y un dolor punzante me quemaba por dentro.
Vino un gran silencio. Se me aflojaron las piernas y junté mis manos empapadas en sudor. Temblando, me las refregué en el buzo y me crucé de brazos. No quería darme vuelta.
De pronto, escuché silbar un tango conocido. El mismo que el entrenador repite cuando está contento por algo. La melodía se fue apagando lentamente.
El viejo
El baño de hombres tenía un aspecto deplorable. Entré y me topé con la panza de un viejo de barba larga, amarilla y sucia. No dio tiempo a disculpas, me empujó y se metió en uno de los excusados. Ocupé el de al lado. El viejo no paró de toser y de escupir por un buen rato. Salí para lavarme las manos, y escuché golpeteos rítmicos que hacían vibrar el piso, como si alguien se acercara. Vi asomar primero una de las muletas, y con ellas a un negro alto y corpulento que llevaba puesta una remera musculosa sucia y amarillenta, chorreando sudor. El olor era insoportable. De repente, el viejo salió del excusado. El negro se dio vuelta, lo tomó de los hombros y apoyó con violencia su frente sobre la de él. Sospeché la pelea… Simulé no verlos, y me aparté para lavarme las manos. Levanté la vista y vi cómo el negro, luego de tomarle la cara con sus toscas manos, besó al anciano apasionadamente. Con un brusco e inesperado empujón, lo tumbó al suelo y los perdí de vista. Les cerré la puerta y me fui.