LA PESTE – Capítulo 27

Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca

Capítulo 27

San Telmo es un desierto, en las ruinas de la desolación centellan algunos ojos curiosos.

Entran despacio. En el zaguán, un muerto tendido boca abajo, uno de los trajeados hace la seña de un tres, otro se anima a darle vuelta. La carne desprendiéndose de los huesos; en la poca piel que queda, manchas de todos los colores y un sinfín de gusanos hambrientos; el primer trajeado corrige su gesto y hace un siete, ayudado, como los otros por su capote para no vomitar.

En la galería no hay muertos, sólo santos desnudos con el esmalte saltado y las tripas de barro expuestas al aire, ninguna mujer se preocupó por vestirlos. Los santos entienden estar desnudos, exhibiendo su carne mascullada, como cualquier mortal mientras dure la peste.

En las esquinas bailan apilados los ataúdes, los familiares o algún sirviente que todavía mantiene su condición de tal los arrastran hasta la esquina y los apila. Al muerto no se lo llora en la esquina, ya se lo ha llorado suficiente.         

El aguatero sostiene las riendas bañado en sudor, tose, cierra y abre los ojos, apenas puede sostenerse sentado. Cae mirando al cielo, el cuerpo cae pesado contra los adoquines, el repicar de los cascos lo aturde, abre la boca con dificultad y los pulmones se le llenan de cielo, los caballos, con el peso aliviado del lomo, se empecinan a seguir el recorrido.

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