Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca
Capítulo 25
No puedo escribir, por más que contemple el horizonte o intente aflojar los pensamientos con whisky las palabras no aparecen, la tinta permanece quieta y la pluma inmóvil. Sé que la única manera de salir de este trance es escribiendo, por eso utilizo las hojas que el gobierno me dio.
Ese día las nubes cubrían el cielo, me dieron la noticia y el cartapacio con las hojas y me aclararon que sólo las personas estrictamente necesarias sabrían de mi tarea, el presidente no, porque sería sorpresa.
Poco pude escribir del presidente Sarmiento porque cuando las cosas se pusieron peludas, como dicen los del puerto, se marchó, con todo ese séquito de funcionarios. Dicen que varias veces buscó asilo huyendo de unos y de otros, tratando de salvar su propio pellejo al que alguien había puesto precio.
Entre los funcionarios que huyeron está mi benefactor, mi mecenas, el dueño de mis palabras, de todas, incluso de las que no puedo escribir y no debo escribir.
Anoche volví a soñar con esa mujer, no alcanzo bien a recordar su cara, pero sus ojos brillan como estrellas, no hay nadie en la calle mientras caminamos, hablamos de mil cosas y siempre es interesante escucharla hablar, pero no deja de ser un desperdicio de sueño soñar con una mujer así y no amarla bajo un portal, no desnudarla a la luz de una luna, no practicar con ella todo lo que la literatura francesa aconseja en ardides amatorios.
Maldita cabeza que ni si quiera puede soñar un respiro que no sea el aliento de un moribundo. Aun así, le agradezco a mi cabeza que ella aparezca, que esta mujer que no conozco ni conoceré camine y hable en sueños, de seguro un día podré tocarla, amarla.
Contra todo pronóstico no he sido contagiado. Es mucho más fácil morir que vivir en Buenos Aires, pero por alguna razón, agradezco a la providencia, seguir vivo.
He perdido la confianza en que a alguien pueda llegar a interesarle la crónica que me encargaron cuando creyeron tener el valor para enfrentar esta peste o creyeron que podía ser una bendición para limpiar de inmigrantes pobres, opositores, anarquistas y rojos.
La peste, ángel exterminador, no reconoce diferencias entre unos y otros y no hay sangre de ningún cordero para marcar los dinteles de las casas donde le está vedado entrar.
La cal y las soluciones nitrosas con las que se fumiga, poco han ayudado.
La chica que habita en mis sueños ha hecho más por la peste que el propio Sarmiento, ha logrado con su aparición fantasmal que la sangre fluya como la tinta o viceversa y le da sentido a esta vigilia. Tal vez a la tarde vuelva a entregarme al inútil oficio de contar como la ciudad se hunde a pedido de un funcionario que quizás haya muerto, para un gobierno que poco le importa si los vivos morimos, escribimos o ambas.