Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca

Capítulo 22
Por mi ventana los veo, por suerte ellos ignoran mi presencia, algunos visten levitas, pero llevan todavía los zapatos mil veces remendados que usaban cuando trabajaban en la curtiembre, en los saladeros o mataderos.
No alcanzo a oír lo que dicen, estoy tentado de acercarme un día y hacerme pasar por uno de ellos, pero dudo que tenga el valor o la falta de vergüenza suficiente. A diferencia de ellos, yo tengo un buen sueldo que me permite vivir la peste dignamente, comprar algo de tinta y comida, tabaco para la pipa y lo necesario para poder desarrollar mi tarea.
Por lo que alcanzo a ver, se juntan a trocar las cosas que han conseguido, no es abundante lo que trae cada uno, generalmente cabe en un bolsillo.
Nunca imaginé que sintiera tanta simpatía por ladrones de esa calaña, pero adivino que ellos tampoco se imaginaron en esas circunstancias.
Algunos cambian joyas de dudoso valor por cigarrillos, otros ropa y otros comida, aunque los más criteriosos prefieren el mercado. La usura también es una peste.
Me han llegado noticias de los suicidios: miles y miles han abandonado la ciudad, ya sea vivos o muertos. Los saqueadores, los suicidas y los usureros han perdido cualquier ilusión de cielo, de paraíso, de tierra prometida, se entregan a sus pecados sin oponer resistencia.
Han llegado a la terrible conclusión de que es imposible seguir viviendo como viven y deben hacer algo por su vida o algo por su muerte.
No sé si llegaré a concluir mi tarea, ni sé a ciencia cierta el porqué de su encargo, las palabras del presidente de la Comisión todavía resuenan en mi conciencia.
Escribo inútilmente mientras la gente muere, esperando mi propia muerte.