Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca

Capítulo 20
Cuando partió el tren que llevaba a los funcionarios, un gran debate surgió dentro de mí. Irme con ellos, marcharme yo también o proseguir sin embargo mi tarea, con el riesgo que ello implica. He decidido, y quizás me cueste la vida, quedarme a contemplar el naufragio. Renuncié a un piso que me ofrecieron en la zona no infectada y me acabo de instalar en una vieja casona de San Telmo desde cuya ventana puedo ver cómo las calles silenciosas y desiertas renacen apenas la Comisión o algún agente de Policía se alejan. Por suerte, los antiguos dueños han dejado las llaves de la vivienda y he podido encerrarme en esta habitación. No sé cómo tuve el valor para internarme en la muerte.
Ahora que los servidores públicos se han marchado, puedo disponer a mi gusto de la beneficiosa costumbre de tachar para corregir, como una búsqueda de perfección literaria y estilo y no por el temor de que mis escritos caigan en las manos equivocadas o por la perniciosa censura propia que ha llenado de desagradables líneas mis imprecisos escritos.
Todavía resuena la pregunta de Pérez en su lecho de muerte: «¿Qué va a hacer con la verdad o qué hará ella con usted?». No creo que haya una sola respuesta, mientras viva escribiré, es mi única certeza.