Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca

Capítulo 11
En el camino, al borde de las veredas, a la entrada y en los patios de los conventillos arden pequeñas montañas de fuego. Algunas de las pocas pertenencias que allí había todavía exhalan suspiros ahogados de harina de mostaza, vinagre o saúco, remedios que no remediaron nada.
Ya casi anochece, la humedad de la lluvia en los adoquines bulle en su interior, la humedad se alimenta de luz, veneno para ella.
Los hermanos vuelven a casa protegidos por las sombras.
Donde la calle nace se asoman las luces de la carroza fúnebre y sus dos tripulantes, y más allá otra y otra. Los funerarios, agotados hasta la muerte y transpirados, suben a los muertos después de cobrar el servicio a los pibes que esperan la carroza. Los pibes indican qué muerto ha pagado por el servicio y qué muerto no.
No hay tiempo que perder, en seis horas el muerto debe estar bajo tierra o entre llamas, lejos de este mundo.
Los funebreros desconocen la causa de esta orden que siguen sin chistar. Entre los ataúdes recién hechos, sin barnizar, con la madera blanca y recién clavada, aparecen cuerpos envueltos en viejas sábanas o cortinas o lo que hubiera para envolver el rictus de la muerte. Un ataúd de pino recién clavado es un lujo.
–Deberías pensar en buscar un trabajo –dice el chico de los ojos grandes.
–Soy chico para trabajar.
–Pero no para comer, ni para andar buscando lío. Esperar las carrozas es un buen trabajo.
–Las carrozas son para los ricos –sentencia el pequeño.
–Esperar que se lleven a los muertos, digo.
–Puede ser –dice el niño de los pantalones grandes tratando de dar el gusto a su hermano.
El más chico se divierte en esa ciudad sin dueños, sin autoridad. La autoridad es de horarios rigurosos pero poco personal, la mayoría del tiempo el más chico puede meterse en saladeros o mataderos, puede destruir algo de esa propiedad privada-privadora o encontrar algo de valor en alguna casa o conventillo abandonado. En esos tiempos es sencillo para cualquier familia saltar alguna tapia y meterse en una casa vacía, desempolvar la cal y empezar de cero, como antes, como siempre. No vale la pena preguntarse cuántos muertos han vivido antes, hay que pensar en los vivos. Ellos ocupan, desde el desalojo, una pequeña casa interna en San Telmo, una casa de sirvientes pero que para ellos es más que suficiente y les hace pensar que es su lugar en el mundo.
Los hermanos vuelven, después de saquear, de jugar entre las ruinas, riendo. Los dos saben perfectamente las ocupaciones del otro. Los dos, al llegar, son seducidos por las historias maravillosas de su tío anarquista. La propiedad es un robo, repiten como máxima y después alguna especie de sueño y mañana otra vez a reír entre ruinas.
Para ese entonces las carrozas escasean, los cuerpos comienzan a pudrirse en las esquinas, apilados y envueltos, esperando una carroza que no viene. Hace tiempo los coches de plaza empiezan a ofrecer sus servicios, pero sólo los más adinerados pueden pagar por ellos.
Al tiempo se ofrecen los basureros y es un escándalo. Muchos ponen el grito en el cielo, hasta que las circunstancias terminan convenciéndolos de lo contrario: es más digno ser llevado en un carro de basura que pudrirse apilado en una esquina. Los pibes regatean con funebreros, choferes y basureros por aranceles distintos. En eso están cuando doblan por la esquina los hermanos.
Los hermanos vuelven vivos a casa otra vez, que no es poca cosa en esos tiempos llenos de muertos.
Las ratas, gusanos y moscas son las más agradecidas.