Por Carolina Elwart
Lourdes escribe y le gusta ponerse en la cabeza de sus protagonistas. No revelar el mundo, dejar el misterio y que cada lector tenga que ver con los ojos de sus personajes. Cuando alguien dice que escribe, quien nos lee cree que lo que escribimos nos pasó, es algo oculto, es el inconsciente aflorando. De eso podrá hablar el psicoanálisis en un diván, si es necesario. Pero tenemos que aclararlo hasta el hartazgo: no todas escribimos sobre nuestras propias experiencias. Jugar con la ficción, llorar, sufrir, morir y matar si es necesario. ¿Por qué? No siempre lo sabemos, no siempre lo tenemos tan claro, lo hacemos, jugamos y también nos ponemos serios, porque la escritura es parte de esos juegos en los que tenés que fruncir el ceño y poner un punto final.
Leer a Lourdes es sacarte ese prejuicio de juzgar a la gente por su aspecto, por lo que creemos que podemos saber de alguien con solo verlo. A las mujeres nos siguen las etiquetas; por más que nos esforcemos, cuesta mucho que alguien nos lea sin prejuzgar nuestro género y luego nuestra forma de llevar lo que se cree que es ser «mujer». Las personas escriben con todo lo que son, con todo lo que arrastramos, lo que levantamos y nos lleva en vuelo, con las miserias y las virtudes.
Leánla, disfruten y que la escritura llegue libre, sin prejuicios, para entreternos
Bifurcación
Donde hubo una sonrisa
Ahora hay ausencia
Donde existió un abrazo
Ahora hay recuerdos
Donde hubo palabras
Ahora hay vacío
Donde existieron los pasos
Ahora quedan huellas
El camino continúa
Pero ya no hay cuatro huellas
Donde todo nació
Uno debería volver
Donde uno existió
No debería perder
Cuando unos ojos miran
El tiempo se detiene
En las copas de los árboles
Se encuentra el infinito
Con tus manos
Moldea tus propios sueños
Anhela aún lo que tiene vida
Ama lo que tienes en las manos
Comparte y siente empatía
Que tus brazos abracen
Vive eternamente en armonía
Noche de Primavera (Fragmento)
Que esta noche de primavera no engañe, porque la atmósfera que rodea el palacio, es sin duda la más fría de esta ciudad. Estoy de pie frente a una ventana sin salientes, alta, delgada e imponente. Frente a mí, el gran jardín que me separa del pueblo posee en su centro una fuente con la forma del rostro de un héroe sin capa ni espada. Desde el inicio de ésta, unos pasillos largos pero muy angostos, rectos, casi interminables se entrelazan entre sí dirigiéndose a las diversas salidas. La luz se hace cada vez más escasa conforme la mansión se pierde por los pastizales del espacio de atrás. Mamá ha pedido que se plante céspedes, emparrados y abedules, para darle un enfoque italiano. Ella tiene la ilusión que para la celebración de mi cumpleaños alguien asistirá, y ella no sabe que tan sólo con levantar este castillo de apariencia sombría, inmediatamente quedamos fuera del mundo social. De todas formas, ella no me escuchará, no lo hizo cuando intenté hablar con ella en el momento en que aquellos hombres trabajaban en cumplir su capricho. Es época de cerezo, casualmente, hay uno afuera de mi ventana cuyos pequeños pétalos se mecen con la brisa. La redonda luna, moneda de plata de una sola cara, brilla sin cansancio arriba, allá en compañía de las estrellas. Su luz crea sombras a mis costados, porque detrás de este vidrio, dentro de esta casa, todo da miedo, todo aterra. Aún por el pasillo, trepan las campanadas de media noche, y yo debería estar en mi dormitorio, con mis ojos cerrados y mi respiración inocentemente tranquila. Pero estoy aquí, rodeado de una mesa extensa, de cuadros oscuros y minúsculos rayos de luz proveniente del oro de los adornos. Me siento consumido por la perturbación de mis días.
Allá afuera, las luces del pueblo trasmiten alegría, aunque minúsculas y lejanas; casas pequeñas de gente humilde. Distingo la iglesia, allí donde muchos niños van para que se les dicte la palabra del señor. Entre los muros de aquellas casas, hay familias disfrutando de una cena, veo gente adornando sus ventanas y jardines, pronto la fiesta se va a celebrar. Tradiciones de este apartado pueblo. Mi vaho llora silenciosamente en el vidrio helado, ahogándome. Pero algo sucede, por entre mis pestañas, las hojas de los árboles del bosque santo, bailan en lo alto con fuerza, aunque no haya un viento torrencial afuera de estos muros.
Respiro profundo.
Él regresó.