LA PESTE – Capítulo 9

Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca

Capítulo 9

En el puerto los barcos abren sus fauces para que entren filas y filas de inmigrantes. Algunos precavidos hace tiempo escribieron a sus familias para dar y recibir noticias de pestes, de guerras, explotaciones de uno y otro lado del charco.

Miles y miles de inmigrantes sueñan regresar a las ciudades de donde la guerra, la persecución, la cárcel o las pestes los habían desterrado. Es tarde para hacerse la América en América, ya no queda nada para repartir. América es sufrimiento, guerra, trabajo a destajo, vómito negro, piel amarilla, carnaval y muerte.

Los hombres de buena voluntad caen como moscas y los otros también.

Mientras los inmigrantes charlan o fuman un cigarrillo apurados, conservan los hematomas y el recuerdo fresco del desalojo. La Policía y los trajeados entraron a las patadas y ellos trataron de defenderse a los golpes, a las puteadas. En el patio del conventillo las montañas de fuego arden, las pocas cosas que habían soportado los vaivenes del mar o que compraron en la nueva tierra, arden.

En todas las puertas la misma escena: hombres arrancados de sus casas y cosas arrancadas a los hombres, detrás de agentes, mujeres y la prole, con las manos llenas, abrazando lo poco que pueden trasladar. Después, el baño de solución nitrosa, la cal revoloteando y anidando en muebles y paredes, la calle, la cadena y el grueso candado que cierra el conventillo y una puteada en cocoliche ahogada en el llanto.

En la calle la dura sospecha de que espera algo peor que el trabajo a destajo, que la jornada de doce horas, que dejar la vida en los saladeros y mataderos. Argentina los arroja a la calle, al mar, a esa nada de agua de la que habían escapado y a la que vuelven para volver a escapar. Las treinta familias de cada conventillo se miran compadeciendo su suerte, pero no hay tiempo para sentimentalismos o despedir desgraciados y muertos.

La mayoría de las cartas no recibían respuestas y no serían respondidas nunca, quizás los destinatarios están muertos, o quizás algún funcionario de la desértica oficina de correos se divirtió leyéndolas, quemándolas, arrojándolas al riachuelo infecto.

En el extraño caso de que alguna carta llegue a ser respondida, la respuesta llegará tarde, no hace falta ni abrir el sobre, el remitente está muerto, y los muertos no tienen patria, especialmente en Buenos Aires, donde ni siquiera hay para ellos una porción de tierra para que los gusanos hagan un festín de su carne.

Dos opciones: el mar o la tierra. El mar lejano y gigante o un agujero en la tierra, un pedestre pozo que traga huesos. Los familiares no podrán llorar a los muertos en ningún lugar cuando llorar vuelva a ser una ocupación cívica. Hemos perdido el respeto a los muertos.

Los inmigrantes frente al mar, a los barcos, huyendo, contando y recontando los centavos para pagar el pasaje. La muerte es más barata.

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