Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca

Capítulo 6
A lo lejos, el repique de los piedrazos contra los vidrios de las ventanas de un gran saladero. Algunas piedras dan en los marcos y otras de lleno en el vidrio, que estalla en pedazos. Dos niños amparados en la circunstancial falta de autoridad y en el paro forzoso por la peste se dedican a esa infantil venganza contra los edificios que consumen la vida de sus padres, conscientes a medias de que pronto será su turno. Cuando la piedra da en el blanco, sonríen y festejan, un estruendo de vidrios y risas.
Los saladeros fueron los primeros en cerrar, por decreto de la comisión. Después toda la industria cerró sus puertas y las calles se llenaron de desocupados, de hombres que no servían para otra cosa que para servir y ya no servían ni a nadie, ni para nada.
–¡A la casa! –dice el chico de los ojos grandes, apareciendo por detrás de ellos.
–¿Para? –contesta el hermanito mientras apunta a uno de los cristales más altos.
–¡Caminá! –dice, agarrándolo del cuello mugriento de la camisa. La piedra desvía su curso y no puede llegar siquiera al ventanal. El otro niño se pierde de vista entre callejuelas. A las dos cuadras, los hermanos caminan riendo y jugando carreras. El más pequeño lleva unos pantalones demasiado grandes, sostenidos por unos improvisados tiradores. El mayor está mejor vestido y lo único que tenía grande son sus ojos, unos ojos marrones profundos.
–Mamá se preocupa si no estamos en casa –dice el chico de los ojos grandes, cortando el juego.
–Me aburro.
–Los puede encontrar el sereno.
–¿Y qué va a hacer?, ¿meterme preso?
El chico de los ojos grandes le pone fin a la charla con una mirada. Delante suyo pasa un aguatero. El chico de los ojos grandes saluda y el hombre devuelve el gesto. Las grandes ruedas del carro son tiradas por dos caballos flacos que resoplan el cansancio, el barril viene repleto, las ruedas crujen. El aguatero trae las rodillas manchadas de buscar agua en el río, el río de la mierda, de la sangre, de las vísceras, el Río de la Plata.
Todos beben agua del Río de la Plata, en las orillas el agua es un poco más clara. Los aguateros llenan los carros para venderla a quien pudiera comprarla. Con el primer brote de peste el precio del agua había subido considerablemente, pronto se iría a las nubes. Los ricos creían que pagando ese precio compraban un poco de salud. Ni los ricos ni los pobres lo sabían, pero el agua y su infección los igualaba. De vez en cuando el aguatero escupe, maldice, aguanta la tos.
En el otro lado de la ciudad hay otra ciudad, el Club del Progreso prepara en el palacio Muñoz, Perú y Victoria el baile de máscaras. Los antifaces cubrirán las caras de la multitud que espera en las veredas. Cada cosa en Buenos Aires tiene un lugar: los trajes alquilados enfundan los cuerpos que pueden pagarlos, el progreso baila, los sirvientes sirven, las máscaras ocultan, los pobres mueren en las calles y otros pobres los acarrean, los nenes de mamá y papá preparan los pomos de esencia para mojar a alguna desprevenida, la Policía olvida los edictos y las multas, algunas parejas hablan de amor.