Por Marcos Martínez
Ilustración: Martín Rusca

Capítulo 2
Los diarios que lee la oligarquía, The Standart, por ejemplo, hablan de afecciones gástricas y casos aislados. En febrero ya se huele el Carnaval, los leves susurros de algunos médicos comienzan a subir el tono, el murmullo se convierte en advertencia. La peste viene mordiéndole los talones a los soldados que regresan de la guerra. No es difícil seguir el rastro de la muerte, la peste avanza desde el Paraguay, baja por Corrientes, donde las tropas descansaron antes de continuar el viaje, y anida en los conventillos, donde malviven, en su mayoría, los soldados.
Los muertos cuestan menos que sus actas de defunción, las primeras falseaban o desconocían no sólo los nombres, sino también las causas de esas muertes tan baratas. Baratas, pero sobre todo silenciosas, invisibles para los pasquines oficiales, que llenan páginas y páginas de ofertas de todo lo que cualquier ciudadano respetable necesita tener en su casa para recibir y festejar el próximo Carnaval.
Las voces que comienzan a alzarse hablan de la prevención: prohibir o suspender los carnavales sería lo más coherente, pero los muertos de los conventillos, que no son dueños ni de un apellido, no cuentan. Son sólo un número en una nómina de personal, un número temporario, ocasional. Sarmiento pregunta quién va a extrañar a esos parias y los ministros enmudecen, obedecen.
La única salida es el Carnaval, Carnaval para los que no tienen nada, para los extranjeros, para los ateos, para los muertos.