Misterios descarnados en la obra de Rosa Montero

Por Camilo F. Cacho

 

 

Hace unos meses, en el fatigoso trayecto desde Mendoza hacia Medellín, tuve la suerte de ir acompañado por la escritora Rosa Montero. Ella iba escondida en mi bolso de mano disfrazada de novela. Entre escalas y esperas, ella me fue hablando por más de diez horas. Quedé tan conmovido con sus palabras que al regresar me puse a investigar su obra. Y al sumergirme en ese mundo literario, hubo algo que me sorprendió, algo que se repitió en cada novela y me quedó latiendo como un aullido incómodo, una sensación que me persigue continuamente.

Para que se comprenda de lo que hablo, he rescatado ideas textuales que Rosa Montero lanza como dardos filosos directamente al corazón para dejarlo sangrando.

  • La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de la que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor (“La carne”).
  • Antes de que hayas tenido tiempo de hacer nada, antes de haber sido capaz de calcular su volumen y su forma, antes de haber podido comprender el sentido de su mirada taladradora, la prodigiosa bestia se sumerge y el mundo queda quieto y sordo y tan vacío” (“La loca de la casa”).
  • De niño uno cree que la vida es una acumulación de cosas que con los años vas conquistando y ganando y coleccionando y atesorando, cuando en realidad vivir es irte despojando inexorablemente (“La hija del caníbal”).
  • “La muerte es una estafa. Venimos a este mundo con un proyecto de vida inacabable, con miles de deseos, de sueños, con un yo inmenso que lo llena todo y en un abrir y cerrar de ojos se termina. Y si tenemos suerte, antes de eso se nos caerán el pelo y los dientes. Por eso debemos tener una conciencia álgida de la vida”. (Entrevista).
  • Y es raro porque, aunque pase el tiempo, el dolor de la pérdida, cuando se pone a doler te sigue pareciendo igual de intenso (“La ridícula idea de no volver a verte”).
  • Así se van perdiendo los días y la vida, en el despeñadero de la desmemoria (“La loca de la casa”).
  • La vida es justamente eso, un camino azaroso entre tentaciones; y la probidad no depende únicamente de la virtud de cada cual, sino también, y en cierta medida, de la suerte. De cómo, cuándo y dónde te han tentado (“La hija del caníbal”).
  • Si tú supieras la cantidad de vidas distintas que puede haber en una sola vida (“La loca de la casa”).
  • Todos los seres humanos que ha habido en la tierra viven en mí, y yo viviré en todos los que vendrán en el futuro. Y en un tallo de hierba quemado por el sol o en el cuerpo acorazado de un escarabajo (“La carne”).
  • El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra (“La ridícula idea de no volver a verte”).
  • ¿Cómo cerrarán la narración de tu vida? Puesto que nuestras existencias son un cuento que nos vamos contando a medida que crecemos, adaptándolo y cambiándolo según las circunstancias, fastidia pensar que la versión final de ese relato va a ser relatada por los demás (“La loca de la casa”).
  • Es tan fácil el olvido en esta sociedad de opulencia, el olvido no sólo del mundo exterior, sino también de todo lo desagradable e inquietante (“Estampas bostonianas”).
  • Los cuentos de la infancia no son ciertos. Los malos no acaban siempre pagando su maldad, los buenos no siempre reciben recompensa (“La hija del caníbal”).
  • Volvieron a quedarse en silencio, pero era un silencio lleno de compañía (“Lágrimas en la lluvia”).
  • El castigo divino fue caer en el encierro de nuestro propio yo, en la racionalidad manejable pero empobrecida y efímera (“La loca de la casa”).
  • A veces tengo la sensación de que uno se mueve en la vida dando siempre vueltas por los mismos lugares (“La ridícula idea de no volver a verte”).
  • Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos (“La loca de la casa”).
  • Dicen que la humanidad se puede dividir entre aquellos cuya infancia fue un infierno, en cuyo caso siempre vivirán perseguidos por ese fantasma, y aquellos que disfrutaron de una niñez maravillosa lo tienen aún mucho peor porque perdieron para siempre el paraíso (“La ridícula idea de no volver a verte”).
  • Cuando nos morimos nos llevamos un pedazo del mundo (“La ridícula idea de no volver a verte”).
  • Es excelente ser viejo. Es la mejor edad, es la época en que el entendimiento ve con más claridad (“Historia de mujeres”).
  • Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar (“La ridícula idea de no volver a verte”).  
  • Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos (Entrevista).
  • Somos sólo palabras, palabras que retumban en el éter. Palabras musitadas, gritadas, escupidas, palabras repetidas millones de veces o palabras apenas formuladas por bocas titubeantes. Yo no creo en el más allá, pero creo en las palabras. Todas las palabras que las personas hemos dicho desde el principio de los tiempos se han quedado dando vueltas por ahí, suspendidas en el magma del universo. Esa es la eternidad: un estruendo inaudible de palabras (“La hija del caníbal”).
  • Crecemos como bonsáis, torturados y podados y empequeñecidos por las circunstancias, las convenciones, los prejuicios culturales, los imperativos sociales, los traumas infantiles y las expectativas familiares (“La ridícula idea de no volver a verte”).
  • Yo no soy mi memoria. Que además sé que es falsa. Yo soy mis actos y mis días (“Lágrimas en la lluvia”).
  • Tamborileaba la lluvia en el zinc de la cocina y en cada gota se ahogaba un segundo del tiempo de vida desperdiciado. ¿A dónde iría a parar el tiempo perdido? Tal vez anduviera merodeando por el limbo de los extravíos, junto con los libros no escritos, las palabras no dichas, los sentimientos no vividos (“La hija del caníbal”).

Desde aquel día en que me crucé a Rosa Montero, ella siguió clavándome sus dardos,  y en cada palabra escrita me condujo obligadamente a reflexionar sobre los misterios más descarnados: la vida y la muerte, porque como ella sabiamente repite: “Cuando eres muy consciente de que vas a morir, estás muy atento también a vivir”.

 

ROSA MONTERO

Rosa María Montero Gayo tiene 69 años y nació en Madrid.

Estudió Periodismo para poder escribir y viajar y aprender en todas las direcciones, y Psicología porque pensaba que estaba loca.

Escribió 16 novelas y tiene una vasta publicación de literatura infantil y juvenil, relatos, obras colectivas, teatro y periodismo.

Es fanática del trompetista franco libanés Ibrahim Maalouf.

Tiene dos perras: Carlota y Petra, y desde la ventana de su departamento ve el parque El Retiro mientras escribe.

Colecciona estatuillas de lagarto y lleva un tatuaje en el brazo derecho de una salamandra.

Tarda tres años aproximadamente en escribir cada novela.

Sus libros están traducidos a más de veinte lenguas.

Para quienes viven en Mendoza (Argentina), la mayoría de sus novelas están disponibles en forma gratuita en la Biblioteca San Martín.

 

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