Por Carolina Elwart
Sentada en la computadora sin saber a qué hora me senté, comí o miré por última vez el reloj, respondo mails, whatsapp, un classroom, messenger y posteos de Facebook. La cuarentena nos mandó a la casa a docentes, estudiantes y luego a toda la población. Y ahí todo fue otra cosa: virtualidad, espacio abiertos en las nubes y la docencia buscó lugares donde estar. Y nos pusimos a escribir, a preguntar, a vernos las caras con videollamadas y a rellenar espacios que nos costaba definir. ¿Dónde estaba el profe en el trabajo práctico del mail? ¿Dónde le preguntamos qué tal el fin de semana? ¿Dónde levantan la mano para responder de a uno en el grupo de whatsapp?
No nos encontramos nosotros mismos en esto de estar en casa, en pensar que lo peor está por venir y por eso nos quedamos en casa. Tenemos que pensar cómo dar el gesto de ser docente a esos chicos que están en sus casas, cada uno en sus situaciones particulares, cada una con la necesidad del mismo gesto humano que andamos buscando cada uno de nosotros.
Siempre digo que el aula es mi lugar en el mundo, que ahí encontré mucho de lo que sentí de muy pequeña que tenía para dar y recibir, ese acto generoso que dice Skliar que es como poner la mesa; invitar al acto de educar, ese acto que debe cuidar a nuestros estudiantes del mundo, pero que también se convierte en cuidar al mundo. En casa, solos, en familia, con nuestros propios cuerpos y sensaciones, viviendo algo que nadie sabe cómo vivir.
Tengo la sensación de que la tecnología debe estar al servicio de la mesa, pero no ser la mesa en la que vamos a educar. Una amiga me hablaba de su insomnio por estos días y culpaba a la tecnología, que como Sherezade no nos deja de contar una historia tras otra y no tenemos el tiempo del descanso. Y yo le contesté que más que la pantalla del celu o la compu, me parece que la pantalla que ya nada refleja es la nuestra, la personal, esa en la que nos vemos con otros y otros nos ven con ella. Esa pantalla de la empatía que muchos (más de los que se dice) usamos en las aulas, nos está haciendo un ruido infernal. ¿Cómo resolvemos que lo mejor que podemos hacer por cuidar a nuestros estudiantes es no estar ahí? ¿Cómo entendemos que la mano que siempre extendemos, la palabra que acaricia, ahora pasa por los bits de unos aparatos?
Serán nuevos tiempos, de entender que lo que teníamos era poco: una escuela precaria, con sueldos bajísimos, con la burla de mandarnos a capacitarnos con el tiempo sobrante, pero teníamos la presencia en el aula y esa herramienta, esa silla, esas miradas, esas caras y sus gestos eran esenciales para educar. Aprenderemos a dar gestos en bits, pero espero que no seamos solo los docentes los que aprendamos la exclusividad de tener un docente en cada aula educando.