“Chiquitita dime por qué”

Por Marcos Martínez

 

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El sol del mediodía empieza a trepar hasta su cenit, la piel pica. Hace tiempo que la taza de café tiene en el fondo esa mancha que parece de una quemadura, como el mapa que se quemaba en la presentación de Bonanza mientras los personajes aparecían sonriendo a la cámara con sus sombreros de cowboys. Un par de veces la vi en casa de mi abuela, en el campo, cuando era chico. Pienso que mi mamá me mandaba de vacaciones para deshacerse de mí durante algunas semanas.

El azúcar al final de la taza forma una baba brillante y áspera dentro de la mancha. Es gracioso pensar que en la casa de mi abuela, en el campo, se veían series de “campo”, un campo idealizado que poco tenía que ver con la realidad de mis abuelos. Según recuerdo, a veces ponían en duda ese campo de ficción y esa vida de campesinos.

Desde el café veo un amontonamiento de gente en la esquina del ECA Sur, sospecho de alguna protesta y decido acercarme. Cuatro hombres vestidos de negro bajan bolsos e instrumentos de una traffic modelo ochenta y pico. Deben tener calor, el mismo calor que tengo yo y los demás curiosos. Despacio acomodan un parlantito, desenrollan los cables con cuidado. Algo va a suceder.

Muy cerca de ahí varios hacen la cola en la vereda del Registro Civil, algunos saborean una coca cola tibia y sin gas o aprovechan a fumar antes de ser devorados por la puerta de hierro. En realidad son cinco los que arman –al principio pensé que eran cuatro–, los cables están conectados y un pequeño generador empieza a andar con algo de olor a nafta. Hacen todo con una precisión de cirujano, no parecen estar apurados. Desde un cable finito que entra por el auricular de una pantalla brillante de un gran celular, la música viaja hasta salir amplificada por el parlantito con crepitares y golpeteos.

Los músicos toman su posición, el rostro andino, curtido, las manos grandes, cuarteadas, la mirada acostumbrada al calor. Toman las flautas de caña con un adorno cholo que cuelga de ellas. Del parlantito comienza a sonar Abba y casi nadie recuerda que son suecos.

Dos de ellos se adelantan y bailan una especie de saya pop, mientras hacen sonar los cascabeles de sus tobillos. Un armazón de cobre les cubre el pecho y sostiene un gran penacho de plumas, que rodea la cabeza y termina en la espalda. Las plumas son artificiales o teñidas, igual que la lana y el pompón que cuelga de las flautas de caña verdadera que tocan. El armazón está tapado por un chaleco bordado también con colores estridentes, hay algunas montañas, un sol, un río y quizás alguna especie de deidad. Llevan un pantalón de flecos, negro también, y en sus pies, a pesar del calor, botas tejanas con una punta prominente que imita el cuero de las serpientes. Debajo del chaleco una remera negra hecha en China, manga larga. Andinos que visten de Sioux o Mohicanos tocando un clásico de hace treinta años de una banda sueca, pero eso sí, con flautas de caña. Lo único verdadero es su piel.

Desde la cola algunos escuchan y beben, otros tararean, otros pitan, otros siguen indiferentes. Algunos son andinos como ellos, aunque raramente se puedan reconocer, algunos esperan por fin su documento, un poco de legalidad o un respiro de aire acondicionado. Los que tocan quizás también esperen documentos. Enfrente la gente entra y sale de la zapatería, algunos curiosos siguen deteniéndose y algunos palpan las monedas en los bolsillos. Uno de ellos deja la flauta y extiende un sombrero aludo, de gaucho. En la vereda, el sombrero se empieza a llenar de monedas.

Se preparan de nuevo, esta vez “Billie Jean” suena desde la base. Todos los que escuchamos nos sacudimos un poco, marcamos el ritmo con el pie. Si uno no baila con ese tema, no tiene alma. Dos de ellos se adelantan para bailar y alternan su saya con caminatas lunares y giros. Las flautas entran, uno saca un siku, soplan con destreza. Trato de recordar de qué hablaba la canción. Una chica que busca en un baile a quién encajarle un hijo. Pienso que mi mamá y mi papá deben haber bailado esta canción, sin saber que después esa también sería nuestra historia.

“Ella me hizo ir a su habitación…”.

Termina la canción, todos bajan las flautas, la pista deja de sonar. El del siku hace un solo, es muy bueno, varios aplauden entusiasmados. De nuevo el ritual de las monedas y billetes al sombrero aludo, como en el video de “Billie Jean”, salvo que las monedas no caen en cámara lenta y no brillan tanto.

Michael Jackson quería ser blanco. Según lo que escuché, no quería parecerse a su padre. Fue la versión opuesta de los actores de Hollywood blancos que se pintaban para actuar de negro. En esa canción todavía era negro y conservaba su pelo original de rulos finitos.

Tengo que irme, ya es hora de preparar el almuerzo, doy una última mirada a la esquina. Un peruano que espera en la cola del registro tararea casi en silencio “Chiquitita dime por qué”, y sigue esperando.

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