Por María Teresa Canelones Fernández
Esto no es un manual de instrucciones, sino un punto y final –al menos para mi ordinaria espiritualidad– sobre una historia que comienza con la tatarabuela de alguna abuela americana y continúa con alguna madre francesa. No se trata de censurar estilos y descalificar la impecabilidad y el buen gusto que distingue el hecho de tender “bien” una cama –lo que resulta subjetivo porque varía el interés según la cultura, la personalidad y la crianza–, sino más bien de hacer un ejercicio catártico sobre el tema para romper con ese enamoramiento de sábanas planchadas, ajustes de botones y estampados almidonados, que así como a más de uno seduce, a otros tanta prestancia les pone los nervios de punta.
Sé de quienes no comulgan con las formalidades y lo impoluto. Para ellos tender una cama “a la perfección” nunca había sido motivo de preocupación –siempre que estuviera aseada y naturalmente tendida–, pero cuando las circunstancias los arrojaron a desempeñar labores de estricta convicción protocolar, como mucamo de hotel o empleado doméstico, su actitud quedó neutralizada y fue entonces cuando tuvieron que entregarse a una competencia de manías, defensoras de tendencias, colores, tamaños, ángulos, resortes y elásticos.
Pero sé también de personas cuya vida queda reducida a estiramientos puntuales de sobresábanas, temples, marcas, fundas, cobertores, almohadones 60 por 60, a cojines, colores planos, a algodonados espaldares, a colchones extra, largos, cortos, colchones ingleses, asiáticos, alemanes, italianos, españoles, portugueses, a colchones para cualquier estatus y credos, a colchones para soñar que no existe una sola arruga en el aposento, que las puntas son perfectas y los adornos exquisitos, que no hay un centímetro de más ni una esquina que ofenda a la etiqueta.
Una abuela –cuya nacionalidad prefiero reservarme– tiene una devoción perpetua con el tendido de su cama, y de todo catre y litera donde pueda imponer su estricta pasión vocacional. Hace alarde de su tradición familiar por esta rutina como un acto amatorio donde el erotismo queda suspendido entre pliegues acrisolados y movimientos de tendidos suaves y violentos. Tiene siempre una pesada corporalidad indicativa a la furia de un eterno mal día, pero jura cumplir con amor su reverencia a cualquier lecho humano, e incluso animal.
Un amigo cuenta que no es un obsesivo, pero lo primero que hace al salir de su casa es tender la cama en menos de tres minutos. Asegura que no cae en neurosis, pero tiene su método para hacerlo. “El sobrecama lo tiendo hasta dejarlo en lo posible sin arrugas. Cada esquina debe estar bien ajustada. La cobija la doblo hasta que presenta el mismo tamaño de la almohada, y el cubrecama apenas lo doblo de la mima forma”. Otro testimonio es el de Zully Peña, cuidadora de personas con discapacidad en Buenos Aires, quien relata que a lo largo de su vida ha tenido que lidiar con maniáticos que defienden el arte del tendido.
Será que una de las formas de vaciarnos la ansiedad, y de entretener a la locura, es pensando cada mañana en cómo lograr que nuestra cama parezca de revista, hasta el grado de no respirarla, tocarla ni sentirla, cuando la psicología dice que en esos 180 centímetros de largo reside un importante porcentaje de nuestra estabilidad emocional, y que las manchas y las rugosidades son solo prejuicios y obsesiones que saturan el cerebro de información superflua, que afecta de manera negativa nuestra cotidianidad.
Vestir la cama como la de la realeza, vestir la cama como la de empresarios, estrellas de cine y telenovelas, vestir la cama como la de funcionarios, políticos y o “palacios altruistas”, vestir la cama aunque muchos solo puedan dormir contemplando los encajes de la luna en el frío o cálido concreto, en el piso de algunos, en la tierra de todos.