Por Carolina Elwart
Fernando Carpena es un reconocido escritor que vive en San Rafael. Podríamos enumerar sus reconocimientos y premios, pero prefiero contar que es un gran y apasionado lector. Un escritor generoso y deseoso de escuchar a su público. Ha construido novelas y personajes que han quedado en sus lectores de una manera especial.
Escribe para poder descargar todo lo que la vida sin ficción nos acumula. Escribe y descarga. Él dice que lo hace mejor persona. Yo siento que antes que un excelente escritor, es un humano de esos con quien, café mediante, podés charlar horas y olvidarte del mundo, que al fin y al cabo es lo que hacemos cuando lo leemos.
Juegos
Fernando Carpena
El Laucha corre obligado, detrás de Pipo y el Turco, porque el primer robo nunca es idea propia. Todavía sostiene entre los brazos las zapatillas negadas, y respira como los toros, más por los nervios que por la furia.
Curiosa forma de mostrar coraje. El desafío le cruzó la cara en un barrio dónde negarse te deja afuera del mundo y en el que se usa la palabra “trabajo” para hablar de cosas que no lo son. El Laucha tiene miedo ahora —un miedo que le trota al lado y le cuenta de las cosas que pasan a los chicos en los reformatorios— y trata de escapar del policía que le gana en resistencia. Está desesperado. Los otros lo dejan atrás, porque son más grandes y tienen las piernas duchas en eso de las huidas.
Lauchita (así le dice su mamá) se tienta con soltar las zapatillas que, para esta altura, son de plomo. Pero es el cumpleaños de su hermano, el más chico, y anda en patas por las calles de tierra y mierda y a veces jeringas.
En la esquina se equivoca de camino. Justo él, el Laucha, que conoce la zona de memoria. Termina en una calle sin salida. No tiene tiempo para entender la metáfora. Tampoco sabe lo que es una. Lo único que sabe es que al policía ya le puede ver los dientes. Choca contra la pared final, la que no tiene grietas para escaparse. Y hace lo único que sabe hacer, porque es un chico de nueve años y todavía la mugre no le llegó al alma.
Gira, enfrenta a la Ley y apoya la palma de su mano en el poste de luz. Grita con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Casa!
El policía se detiene y jadea con las manos en las rodillas. El Laucha lo mira, sin despegar la mano del santuario. El otro espera y puede sonreír, pese al pecho que le sube y baja y pese a las reglas que le dicen que no. Pasa una hora que se siente como tres. Una puerta se abre, por ahí nomás, y el Laucha ve el pasillo que podría salvarlo. Al fondo del corredor, hay unas cajas con voluntad de escalera. Aprieta el botín contra el pecho y junta el coraje. El policía, que sabe de chicos y sabe de escapes, le adivina la intención. Por eso, cuando el ladrón abandona el poste y logra unos pasos miserables, el brazo azul le corta las alas. Las zapatillas se le resbalan y provocan el tropiezo. Y entonces, siente las seis palmadas en la espalda. La voz del policía, al ritmo de cada manotón, le suena a sentencia.
—Un-dos-tres-po-licía-es.
El Laucha, que ignora muchas cosas, sí sabe que no hay nada que hacer contra las seis palmadas. Lo sabe, herencia y ley de muchos recreos, porque el Laucha sigue perdiendo el tiempo en el colegio, pese a que no son pocos los que le hablan de tiempo perdido. Agacha la cabeza. Le tocó perder. Pero la mano se afloja y el policía mira hacia otro lado. El Laucha entiende y corre, sin regalo, y se frena en la entrada del pasillo. No sabe si se le dice algo a los policías buenos. Tampoco es que abunden.
El agente sigue sin mirarlo. Está levantando las zapatillas robadas y volviendo a acomodarse la camisa en el pantalón. El Laucha se trepa a las cajas y desaparece con la misma edad con la que amaneció. Y entonces sí, el policía lo ve irse. Ojalá le sirva al pibe. Que el diablo tenga que esperar un rato más para sobarle el resentimiento. Que no le sea tan fácil.
El policía vuelve a la ronda, con ese orgullo secreto. Piensa que no le vendría mal hacer un poco de dieta o volver a jugar al fútbol los domingos. Y los lunes. Los lunes, también.