Por Rúkleman Soto
Estados Unidos acaba de desplegar 30.000 soldados en Europa, publicó Diario 16 el pasado 15 de marzo (https://tinyurl.com/yx3nkguy), y se espera la llegada de otro contingente, en medio de una pandemia que azota al viejo continente como a ningún otro. Los ciudadanos de la Unión Europea deben permanecer confinados para tratar de evitar la mortífera infección, mientras un ejército extranjero patea sus territorios y el Covid-19 no le hace ni coquito.
Dice la nota que “según ha informado el Pentágono, los soldados están sanos y exentos de contraer el coronavirus”, aunque la OMS ha señalado que “USA se convertirá en el epicentro del Covid-19”. Hoy 28 de marzo, la cifra supera los 100 mil y se han registrado más de 1.710 decesos en ese país. En Europa los datos no son muy distintos.
Puede pensarse que uno anda empatado en la onda de las teorías conspirativas, tan solo porque Donald Trump anda metido en el berenjenal de un juicio político, que compromete su reelección. O porque la alianza Rusia-China ha puesto en jaque al dólar. Para muestra un botón: el año pasado “el segundo mayor banco de Rusia, el VTB, especializado en comercio exterior, llegó a un acuerdo con el Banco de China sobre las transferencias en las divisas nacionales” (Rusia Today).
Noticia vieja: los analistas hace rato caracterizaron el declive de la hegemonía gringa. Esto no significa que uno ande creyendo que este es el fin del orden capitalista. En alguna parte leí que nos resulta más fácil imaginarnos el fin del mundo que el fin del capitalismo, ese imaginario que necesita consumir a ritmo de pandemia, por mucho coronavirus que invada su tejido social.
No es el fin del capitalismo pero sí la constatación de su “interminable derrota” (quizás nunca fue más triste la expresión de Albert Camus, tomada de su novela “La Peste”). Es la paradoja de un modelo civilizatorio que solo existe por el mismo consumo que amenaza su existencia. Lejos de acercarse a su fin, la civilización del capital parece ver en la crisis sanitaria la oportunidad de una reconfiguración total. Estados Unidos y sus aliados intentan tensar las cuerdas del reacomodo global con un calculado costo malthusianesco, a juzgar por unas tropas listas para resistir el Covid-19. Si al menos el personal médico que lucha contra el virus estuviera libre de contagio, sería una victoria de la humanidad. No obstante, como dice el Dr. Rieux en la obra de Camus: “Eso no es una razón para dejar de luchar”.
─¿Y los pueblos?
─“Bien gracias”, eso quisiéramos responder, pero lo impiden 614.136 contagiados y 28.251 víctimas fatales en todo el mundo al momento de publicar esta nota. Y acelerando: transcurrieron 67 días desde el primer informe de Covid-19 para llegar a 100.000 casos, 11 días más para los 200.000 y solo cuatro días más para superar los 300.000 (OMS). La movilización popular, tan floreciente en distintos países hasta hace semanas, ha entrado en cuarentena. La biopolítica nos ha inmovilizado a escala planetaria.
Mientras tanto, un filósofo asiático de nombre Byung-Chul Han descubre el agua tibia: “Tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta”.
Por lo pronto, lo único que se desplaza como el virus es el destructivo ejército imperial.
Al sujeto popular transformador, ese que es capaz de imaginar un mundo sin el capital, le toca la tarea de inmunizarse cuanto antes.