Por Marlon Zambrano
El Apocalipsis está tan presente en la cultura popular que uno no sabe si fue primero el mainstream o nuestro apetito por la destrucción.
Desde que se masificó el consumo cultural, a mediados del siglo XX, las elaboraciones asociadas al fin de los tiempos han desencadenado un fervor morboso, quizás detonado por la culpa judeocristiana, que encuentra atractivo lo pecaminoso, lo malevo y lo terminal.
Y hay que decirlo: el rock and roll parece un pasto florido para desplegar riff en homenaje al horror, versos tóxicos, cantos desgarrados como de cuerpos asados por las llamas del infierno, por una razón de orden estético, puesta en escena y una conveniente alianza con Lucifer.
Todo como para advertir musicalmente algo que los académicos no han logrado elucubrar. Y los tangueros tampoco.
Tembloroso antes de llegar al living, Charly García suplicaba horrorizado que, por favor, no bombardearan Buenos Aires. Está bien, se lo decía a los británicos, pero en esa época de la historia reciente ellos eran el diablo.
Soda Stereo esperaba el temblor sentado sobre un cráter desierto, y anticipaba nuestro aspecto de pendejos atravesando la cuarentena: “En sus caras veo el temor, ya no hay fábulas en la ciudad de la furia”.
Virus se dejaba de sutilezas y desde su propio nombre le robaba esfuerzos a la imaginación.
Para ser un rockstar se debe haber zigzagueado sobre el borde de una navaja afilada o, por lo menos, usar jeans ajustados, que es lo más cercano para un hombre inflexible (macho, de verdad) a afiliarse a las hordas del averno: Jim Morrison con las pelotas estranguladas en cuero, invocando el fin y asumiéndolo como su mejor amigo.
Y cantar, y gritar, y quejarse, y contonearse. Como Eddie Vedder de Pearl Jam en “Do the evolution”: “I am ahead, I am advanced / I am the first mammal to make plans, yeah / I crawled the earth, but now I’m higher / 2010, watch it go to fire / It’s evolution, baby…”.
Influencers sobre criterios menos ortodoxos, las bandas de rock han logrado seducir la imaginación de formidables tropas adolescentes con la escenografía del Armagedón.
No solo se trata de la indumentaria y de las letras de sus canciones. También implica el duro trabajo de ir penando, arrastrando dolor y resentimiento bajo el reflejo oscuro del Cuervo de Allan Poe para decir, como Robert Smith, el líder inmortal de The Cure: “Maybe we didn’t understand, like just a boy and a girl, it’s just the end of the…end of the world”.
Además de la música, son también el cine y la literatura quienes nos acompañan más fielmente en la hora aciaga de quedarnos en casa esperando el desenlace. Urbanitas aburguesados que huimos habitualmente del compromiso amargo del diálogo personal y -oh, horror-, del contacto físico, nos vemos en la necesidad de rozar la piel sin estar anclados en medio del plató esperando por el pogo.
Ya quisieran Muse con su “Apocalypse please”; Slayer invocando las sombras de la muerte en “Skeletons of Society”; Black Sabbath hipnotizando a los incautos con los solos vibrantes de “Electric Funeral”, poder reclutar a una milicia tan disciplinada.
Logramos pactar en el camino no morir tan jóvenes (aunque siempre anhelamos engrosar la lista del club de los de 27) como para disfrutar de nuestro futuro distópico en tiempo real, acelerando el play de un podcast estridente.
En eso llegó el Covid-19 ofreciendo su gira mundial. Y nosotros creímos que se trataba de una banda nueva.