Por Marlon Zambrano
Lo que no imaginábamos era que de verdad nos iba a alcanzar el apocalipsis. Al menos así, posicionado en el imaginario como una fuerza devastadora capaz de acabarlo todo en tono peliculero, mientras la vida pasa sin contratiempos allá afuera, en la ciudad detenida por obra y gracia de los gobiernos que apelan por razones astutas al miedo.
Nos encontramos, casi, en la escena en que hace eclosión el contagio masivo e inmediato de «World War Z», sin un Brad Pitt irrebatible que insista en la búsqueda de una cura milagrosa en el último laboratorio del último rincón inmaculado del planeta.
En el continente llevamos tiempo observando zombies atravesar las avenidas y hurgar en la basura. En algunas ciudades, incluso, nos tropiezan en el subterráneo mientras se apuran a apartar un puesto que les asegure comodidad hasta llegar a destino.
Se podría decir, incluso, que todo está bien. Si no fuera por los anuncios tremendistas de nuestros encargados de salud, y las medidas extremas de algunas instancias que prohíben los encuentros colectivos y los abrazos -que a veces se convierten en golpes de Estado y otras en amores contrariados- diríamos que no pasa nada con nuestros “muertos vivientes” de pacotilla, paseando por las inmensas alamedas del tedio.
Pero, como en el más variopinto ciclo de eso que alguna vez llamaron cine de ciencia-ficción, llega a nosotros la muy temida crisis global que tanto nos prometieron y que no solo tiene como traza visible el coronavirus, sino que se alimenta de los más variados sobresaltos postmodernos: el cambio climático, el quiebre de los mercados financieros, el desplome del precio del petróleo, oleadas migratorias sin control, la sobrepoblación mundial, la exacerbación de los fanatismos religiosos, la crisis de la identidad política binaria de izquierda-derecha, el colapso del capitalismo y la sexogenerodiversidad.
No hay cine que aguante tanto artificio: el espectáculo del horror viene servido con variaciones tan románticas como la excomunión del beso; estigmatizantes como la cuarentena del apestado; disonantes como la prohibición del regreso.
“He visto el horror… horrores que tú no has visto. Pero no tienes el derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacerlo… pero no tienes derecho a juzgarme. Es imposible describir el horror en palabras a aquellos que no saben lo que verdaderamente significa. Horror, horror. El horror tiene una cara… y tú debes hacer del horror tu amigo”, recitaba un afectado coronel Kurtz en ese acto final de «Apocalypse now» cuando se prepara a ser decapitado como un lechón desorientado en la espesa selva camboyana.
Cómo saber si nos estamos haciendo las preguntas correctas: ¿Se acabó todo? ¿Se está empezando a acabar? ¿No se está acabando nada? Quién sabe.
Al fondo, el ulular de mi ciudad espanta. Es un rugido ahogado que nada tiene que ver con el contagio y sí con la marcha acelerada del smog y el consumo. El petróleo se cotiza en USD30, China anuncia sus sospechas de EEUU ante la acritud del Covid-19. Se agotan el gel desinfectante y los barbijos.
Nosotros, como siempre, nos lavamos las manos.