Por Mariano Dubin
El guionista de «The Wire», David Simon, decía que la historia de la serie lo sorprendió en una esquina de Baltimore. Era la esquina de la avenida que separaba el barrio negro del barrio blanco. Como si hubiera una pared invisible (e indestructible) los negros llegaban hasta ahí: sus bares, su música, sus caminatas. Nadie cruzaba la avenida. Y los blancos, claro, tampoco la cruzaban. El guionista se quedó durante horas viendo el poder de esa frontera invisible. Como toda frontera, estaba hecha de violencia estatal. Los asesinatos de jóvenes negros, la imposibilidad de ingresar a las instituciones de poder, la violencia mediática; el hambre, las drogas, la muerte. Exageremos: los trabajos inmundos para algunos, el descanso para otros. Básicamente, la sociedad de clases moderna. Los negros llevaban en su piel la marca indeleble que lleva el ganado que va al matadero. Claro, es hasta violento narrar ese mundo. Mostrarlo sin concesiones. Dejar que ese mundo hable. Porque esa lengua no suele tener nada de las buenas intenciones de las palabras que vuelan libres. Esta lengua del barrio es violenta. Mejor, en cambio, escribir sobre cómo las palabras nos hacen personas más libres, más buenas, más solidarias. Mejor hacer cursos de capacitación para “buenas personas”. Ahí está toda la hipocresía democrática: hacer cursos de buenas personas, somos todos mejores, saquen la foto rápido, sonrían, acercá un poco al negro sin dientes que no está saliendo en el recuadro, ahí falta la negrita desocupada, ya estamos todos. Click. Terminó la foto y la avenida que separa al barrio negro del barrio blanco quedó igual. Indestructible. Como al comienzo. En eso venía pensando hoy cuando fui al Marché aux Puces -mercado de pulgas- de Saint-Ouen, el más antiguo de París, de fines del siglo XIX. Deslumbrante: cerámica oriental, muebles del siglo XVII y XVIII, pinturas de artistas más o menos conocidos. Y más allá: lotes y lotes de revistas, diarios, discos. Fotos antiguas, postales, afiches. Era como un galpón interminable con toda la historia de Francia en cajas, en el piso, desordenada ahí para que uno vaya armando y desarmando pequeños mundos de esa larga e interminable narración. Precios imposibles. Más económicos. Un mercado de pulgas. Un mercado de pulgas donde, ¡sorpresa!, no se permitían fotos. Todo con la imaginería de París: sus colores, la gente sonriendo suavemente al pasar, cada tanto un imitador de Django Reinhardt. Para qué mentir: yo también me dejé atrapar entre las voces inglesas, alemanas e italianas que se escuchaban en sus pasillos. Era la París que muchas veces me había contado mi abuela Fanny y que mi bisabuela conoció escapando de los pogroms a principio de siglo XX desde Lituania. Pero escondida, a diez metros, había otra feria, posiblemente más grande e interminable, y estrecha con aire a zoco, y donde además del francés (en mil tonos diferentes) la otra lengua era el árabe. Me recordó inmediatamente a mil mercados que conocí en Sudamérica. Había comida barata (té al modo árabe, o crêpes con nutella, o tipos de shawarmas); ropa imitación de Nike o Adidas; en las esquinas estaban los vendedores que llevaban el negocio en sus manos donde colgaban anteojos, estuches para celular y algunos, en un arte único de malabarismo, perfumes que presumían ser de las más altas marcas. También había algunos artesanos africanos que además de vender la artesanía que se hace al por mayor, algunas máscaras que mostraban estilos personales. Se escuchaba hip hop, música árabe y se cruzaban palabras de las que no entendí nada. Pero estos dos mercados no estaban separados por un perímetro militar (al estilo paulistano, por ejemplo, que reproduce todo el imaginario de casta que tiene Brasil). No. Estaban separados por estrechas paredes. Uno al lado del otro, en carriles contiguos, donde cada tanto una puerta o una ventana los unía. A veces ni siquiera una pared, simplemente un espacio en blanco que señalaba un fin y un comienzo. Claro, en el mercado de pulgas chic había personal de seguridad (que sí: eran negros y vestidos con sacos rojos con aire colonial). Pero era una sutileza, podrían no haber estado. No llevaban armas. No tenían caras de pocos amigos. No había ningún: “nos reservamos el derecho de admisión y permanencia”. Ahí estaban los dos mundos separados por puertas grandes y pequeñas, y yo como quien descubre el pasadizo secreto, entraba y salía de cada uno. Desde ya, como en toda frontera habrá lenguaraces, cruces, mestizajes, que a un extranjero como yo en una pasada rápida se le escapan. Todo será más complejo de cómo lo narro. A un extranjero lo que se le viene de manera muy evidente es su país: todas esas avenidas que separan los mundos y que con ingenuidad pensamos que cruzamos (o que alguna vez cruzamos), o desarmamos, o podemos elegir donde estar. Lo que queda, lo que está, es esa indestructible e invisible frontera que nos pone en un lugar o en otro. Y alguien, como el guionista de The Wire estará viendo cómo llegamos hasta esa pared invisible, que no vemos pero que seguimos con idolatría atávica, y que daremos unos pasos más o menos para no cruzar la frontera, y que nos hace recorrer los mismos pasos una y otra vez. Como el comienzo. De un lado y del otro.